Esto, ya se acaba
El 31 de diciembre el calendario insiste en que mañana empieza un año nuevo… al menos sobre el papel, porque a estas alturas todos sabemos que el año empezó el 1 de septiembre. Aun así, no me resisto a echar la vista atrás y hacer balance.
A final de año hay dos tentaciones bastante conocidas. Una es hacer balance como si estuviéramos cerrando cuentas, con su columna de «lo bueno» y su columna de «lo malo». La otra es fingir que el 1 de enero empieza algo completamente nuevo, sin arrastre, como si el calendario tuviera un botón de reinicio capaz de borrar, sin más, todo lo que venimos cargando.
Ninguna de las dos suele funcionar demasiado… básicamente porque la vida no es una hoja de Excel ni nosotros somos máquinas a las que se les pueda reinstalar el sistema operativo cada doce meses.
Paréntesis necesario antes de seguir.
Al final del post hay un bonus para quienes están en la lista de correo.
Se llama «Un post a la semana, o cuando sale», es gratis, llega por mail y está pensada para leer con calma, lejos de gurús y del algoritmo.
Luego no digas que no avisé. Seguimos.
Lo que sí funciona, a veces, es algo más modesto: repasar mínimos. No para «ser mejor», ni para diseñar un «nuevo yo» de esos que se venden entre frases motivacionales y fotos de stock, sino para no añadir más fricción a lo que ya viene bastante cargado. Mantenimiento básico. Convivencia pura y dura. Sin la épica de la superación personal, que queda muy bien en un titular, pero que en el día a día suele cansar más de lo que ayuda.
Y en ese repaso de mínimos, tarde o temprano, aparecen los famosos cuatro acuerdos. Suelen circular en forma de imagen reenviada, como quien pasa una receta de tortilla. No hace falta haberse leído nada ni comprarle el pack completo a la filosofía de turno… basta con entender el mecanismo: son cuatro recordatorios simples para bajar el volumen cuando el mundo va pasado de vueltas.
Dicho sin solemnidad, vienen a ser esto: cuidar la palabra (lo que dices y lo que prometes), no tomarte todo como un ataque, no suponer lo que el otro piensa o pretende, y hacer lo mejor que puedas sin convertirlo en látigo. No arreglan los problemas grandes, pero sirven para no empeorar los pequeños… que es justo donde 2025 ha ido dejando más rozaduras.
Porque si 2025 ha tenido un sonido, ha sido el de la notificación constante. No por el dispositivo en sí, sino por lo que arrastra: cierta urgencia permanente, la presión de responder rápido, la idea de que hay que opinar de todo y hacerlo ya, y la tendencia a interpretar cada gesto ajeno en caliente. Todo va rápido, con el pulso un poco más alto de lo deseable, y en ese ambiente las cosas se encienden con facilidad.
Con ese marco, el año se entiende mejor si se mira en escenas cotidianas, no en grandes titulares. La primera escena no es un acontecimiento histórico… es abrir el correo con media ceja levantada. En 2025 la bandeja de entrada ha perdido parte de aquella inocencia de hace diez años. Ahora conviven correos normales con intentos de engaño cada vez más afinados, mensajes que meten prisa sin necesidad real y esa sensación de que “lo de siempre” ya no basta para confiar sin pensar un segundo (de esto iba, precisamente, Por qué tu bandeja de entrada se ha convertido en un campo de batalla).
Ahí el recordatorio entra sin pedir permiso: no supongas. No des por hecho que «si viene con un logo conocido» es cierto. No rellenes huecos por vergüenza a preguntar. A veces, la versión más útil de todo esto es un simple «¿lo he entendido bien?», dicho a tiempo, antes de inventarse una historia que no existe. O colgar cuando una llamada suena rara y devolverla al número oficial, aunque te dé pereza y aunque, durante un segundo, te sientas exagerado. Ese segundo, al final, suele salir barato.
Y lo curioso es que esa prisa por suponer no se queda en lo digital. También se cuela en lo social. Se discute como si se supiera todo, se etiqueta al de enfrente demasiado pronto y se atribuye intención donde muchas veces solo hay torpeza, cansancio o un mal día. En fin… que el año ha tenido demasiados «ya sé lo que querías decir» y muy pocos «explícamelo otra vez, que igual no lo he pillado».
De ahí se llega casi sin querer al desgaste del lenguaje. Si el primer frente del año ha sido la desconfianza, el segundo ha sido este empobrecimiento silencioso que no suele aparecer en estadísticas: han sobrado palabras y han faltado conversaciones. Y esto no es una frase literaria, es una sensación bastante extendida. Dudar se ha empezado a vivir como un defecto, el matiz como sospecha, y el «ya veremos» se ha usado demasiado como forma educada de desaparecer sin dejar nada claro.
En lo profesional se nota rápido, sobre todo en espacios donde se supone que “conectamos”. En sitios como LinkedIn hay días en los que cuesta distinguir conversación de rutina: saludos correctos, frases pulidas, mucho tono de escaparate… y un porcentaje alto de mensajes que, sin ser agresivos, ya vienen con un objetivo muy claro. No es un drama, es un síntoma. Y a eso apuntaba No me vendas nada: no por purismo, sino por cansancio de confundir trato con transacción.
Y ahí el mínimo es bastante claro: honra tus palabras. No por solemnidad, sino por decencia. Sostener lo que se dice y, si no se va a poder sostener, al menos no usar el lenguaje como humo para salir del paso.
Decir «sí» cuando se quiere decir «no» solo aplaza el problema y lo hace crecer. Y hemos normalizado tanto la disponibilidad permanente que prometer “urgencias” a cualquier hora se ha convertido en estándar… uno de esos estándares que, sin darse cuenta, desgastan más de lo que construyen (lo contaba tal cual La trampa de la disponibilidad permanente). Al final se instala una mezcla rara: si todo suena a venta, uno desconfía; si todo suena a promesa, uno ya no se la cree.
Con ese ambiente, lo siguiente cuesta más: separar lo propio de lo ajeno. Porque el recordatorio de no te tomes nada personal suele sonar a libro de aeropuerto… hasta que se mira el año con un poco de honestidad. No se trata de volverse impermeable. Se trata de distinguir qué es tuyo y qué es el ruido que los demás traen encima.
Este año la maquinaria digital parece montada justo para lo contrario: para que todo parezca un ataque directo, para que cada mensaje pida respuesta emocional y para que cualquier comentario se viva como algo que define quién eres. Y así acabas discutiendo con desconocidos por frases que mañana no recordarás, en temas donde nadie va a cambiar de opinión por muchos caracteres que gastes. A ratos da la impresión de que hemos convertido la energía en moneda… y la estamos gastando en lo que menos devuelve.
Además, ya no se trata solo de «redes sociales» como entretenimiento. Se trata de narrativas empujadas por algoritmos que ni siquiera entendemos del todo, mientras el feed funciona como un editor invisible: decide qué ves, qué no ves y qué tema toca hoy (en ese cambio de escala se metía El algoritmo como arma de Estado). No tomarse todo como personal, en ese contexto, es recuperar un poco de soberanía mental. Elegir qué merece respuesta y qué es solo ruido disfrazado de debate.
Y aquí llega el cuarto recordatorio, quizá el más delicado, porque leído con la voz equivocada se convierte en exigencia: haz siempre lo mejor que puedas. En 2025 se ha insistido hasta la saciedad en medir, optimizar y “sacar partido” a cada minuto. Esa lógica, en muchos sitios, ha acabado en una forma de presentismo digital: paneles, dashboards, indicadores… preocupación por “estar” más que por hacer, y cierta obsesión por demostrar movimiento constante en lugar de valorar el trabajo bien hecho (lo bajaba a tierra Del presentismo digital a la gestión del talento: lo que de verdad importa medir).
“Hacer lo mejor que puedas” no significa llegar a todo ni ser perfecto cada día. Lo mejor que se puede hacer algunos días es bastante más sencillo: contestar con corrección, no apretar donde ya no hay margen y tener el cuidado de no llevar a casa el cansancio del trabajo en forma de mal humor. Ese es el tipo de “mejor” que sostiene cosas sin hacer ruido.
Y también sirve para mirar la ciudad, que este año ha dejado escenas que se quedan. La de los portales convertidos en pasillos de hotel sin recepción, con maletas que suben y bajan a deshoras, con nombres que cambian cada dos días y vecinos que, sin hacer ruido, van perdiendo barrio. No hace falta ponerle cara concreta para entenderlo: basta con caminar por ciertas calles. Eso estaba muy presente en Viviendas turísticas: la ciudad que no duerme, y se engancha con esa idea más amplia de que la vivienda ya no es «un problema», es un eje que ordena desigualdad (La vivienda como eje de la desigualdad socioeconómica).
Ahí, hacer lo mejor que puedas no significa arreglar el problema a pulso (ojalá), sino no rendirse al cinismo y seguir cuidando ese mínimo de convivencia que no sale en ninguna estadística, pero que sostiene el día a día.
Al final, los cuatro acuerdos no van a arreglar la vivienda ni van a desactivar algoritmos. No van a limpiar la bandeja de entrada ni van a reparar por sí solos una cultura laboral que confunde rapidez con valor.
Pero sí sirven para algo más modesto y, por eso mismo, más útil: bajar el nivel de fricción que añadimos nosotros mismos. No sumar ruido donde ya hay demasiado. No responder desde la herida cuando bastaría con responder desde la claridad. No construir historias catastróficas con cuatro pistas mal puestas.
A estas alturas, quizá el mejor cierre de año no sea un propósito de esos que duran lo que un helado en agosto, sino un acuerdo pequeño, sostenible:
«Intentar no empeorarle el día a nadie, si se puede evitar».
Y si alguna vez ocurre (porque somos humanos, porque el cansancio aprieta o porque la tecnología falla en el peor momento), al menos tener la decencia de darse cuenta… y corregir a tiempo. Con eso, y con nada más que eso, ya se entra en enero con un poco menos de lastre.
Seguimos con las buenas costumbres y aquí os dejo el bonus track del post, si no lo ves ya sabes lo que puedes hacer...