El algoritmo como arma de Estado
Lo que parece un feed de bailes inocentes es en realidad un campo de batalla geopolítico. EE. UU. y China se sientan frente a frente, no para discutir memes, sino para decidir quién controla la nueva imprenta de nuestro tiempo: el algoritmo.
La escena suena a thriller internacional, pero no: no es un hotel de lujo en Ginebra ni una sala de crisis en el Pentágono, es Madrid, con bandejas de canapés fríos y un aire acondicionado peleando contra la tarde castellana. Allí, enviados de Washington y Pekín discuten el destino de una app que en apariencia solo sirve para bailes, retos absurdos y sincronías de adolescentes. La fachada ligera oculta lo que en realidad se está decidiendo: poder, soberanía y control de la mente colectiva.
En 2024, Estados Unidos aprobó una ley que obligaba a ByteDance, la matriz china de TikTok, a vender su operación americana antes del 17 de septiembre de 2025. El Tribunal Supremo refrendó la jugada, blindando la narrativa de seguridad nacional. La amenaza sonaba simple: o TikTok pasaba a manos estadounidenses, o apagón digital. Y en medio, Donald Trump. El mismo que en 2020 quería prohibir TikTok sin miramientos, en 2025 inauguraba la cuenta oficial de la Casa Blanca allí, como quien critica el Cola-Cao y luego se bebe dos vasos con galletas.
China, por su parte, no se dejó amedrentar. Con una acción de oro en ByteDance que le permite vetar decisiones estratégicas, y con una ley que prohíbe exportar algoritmos sin permiso estatal, dejó claro que el control no se iba a regalar. TikTok no es solo negocio: es el primer producto digital chino que conquista el planeta, un símbolo de orgullo nacional. Cederlo sería aceptar una derrota que ningún canapé madrileño podría endulzar.
El botín real es invisible: el algoritmo de recomendación. Ese mecanismo que sabe lo que te engancha antes de que tú lo sepas, capaz de moldear hábitos y conversaciones. Para Washington es un caballo de Troya; para Pekín, un trofeo. Y en ese tira y afloja, el algoritmo pesa más que mil misiles: puede silenciar protestas incómodas, amplificar relatos convenientes y filtrar la realidad con la misma suavidad con que uno desliza el dedo en la pantalla.
La historia ya la conocemos. Cada época ha tenido su guerra por el control de la comunicación. La imprenta en el siglo XV, con monarcas e Iglesia obsesionados por controlar libros porque controlar libros era controlar ideas. Napoleón, con su sentencia de que cuatro periódicos hostiles eran más temibles que mil bayonetas. Hitler y Roosevelt en los años treinta, midiendo discursos por radio con millones de oyentes como rehenes. La CNN frente a la propaganda soviética durante la Guerra Fría, peleando desde la televisión satelital. Y ya en el siglo XXI, Facebook y Twitter encendiendo las plazas de la Primavera Árabe. Cambia el medio, no la obsesión.
La diferencia está en la velocidad y la personalización. Donde antes se lanzaba un mensaje masivo, ahora cada usuario recibe su dosis a medida, envuelta en meme, tutorial o canción pegadiza. Noam Chomsky ya lo había resumido: la propaganda es a la democracia lo que la violencia es a la dictadura. Hoy esa propaganda cabe en quince segundos, formato vertical, con coreografía incluida.
Lo de Washington y Pekín es solo la superficie de algo más profundo. El verdadero poder no está en los bailes ni en los memes, sino en los silos de datos que acumulamos sin darnos cuenta. Cada clic, cada pausa, cada gesto en la pantalla alimenta bases de información que se convierten en materia prima de algoritmos que nos conocen mejor que nosotros mismos. Y esos silos no son inocentes: pueden venderte zapatillas, pero también inclinar elecciones o fabricar consensos a medida. Lo inquietante es que casi nunca sabemos en manos de quién están ni con qué fines se utilizan.
TikTok es solo el espejo más ruidoso de lo que ocurre con todas las plataformas. Detrás de la fachada de entretenimiento hay una maquinaria diseñada para capturar atención y, con ella, poder. La cuestión ya no es si TikTok es china o americana, sino cuánto estamos dispuestos a ceder de nuestra vida cotidiana a sistemas cuyo verdadero negocio es explotar nuestra huella digital. Los bailes y los memes pasarán de moda; lo que queda son los perfiles detallados que nos convierten en recurso estratégico.
Lo único claro es que los algoritmos se han convertido en armas de Estado. Y tal vez lo más inquietante no sea quién se queda con TikTok, sino que seguimos deslizando como zombis mientras otros deciden qué hacer con todo lo que dejamos al pasar.