Sin conflicto, pero sin ceder

En la piscina —como en la vida— no siempre se trata de imponer, pero tampoco de ceder por sistema. Una anécdota mínima, una negativa tranquila y todo lo que se pone en juego cuando alguien espera que digas que sí.

Sin conflicto, pero sin ceder
Photo by Jorge Fernández Salas / Unsplash

A esas horas la piscina suele estar tranquila, y eso es parte de lo que busco. Entro, me meto en el agua y empiezo: series de cinco piscinas, descanso breve, y otra tanda. Sin música, sin móvil, sin más estímulo que el ruido sordo que se cuela bajo el agua entre brazada y brazada. Es rutina, sí, pero también espacio para lo que no cabe durante el día. No es tanto dejar la cabeza en paz como darle sitio: que salgan a flote, sin interferencias, las cosas que uno va recogiendo sin darse cuenta.

El entorno ayuda. Poca gente, luz suave, ese silencio que no es silencio pero casi. Nadie hablando por el móvil, nadie corrigiendo brazadas ajenas, nadie intentando enseñarte nada. Una paz precaria, de las que duran justo hasta que alguien decide reorganizar lo que ya funciona.

Llevaba ya unas cuantas series, centrado en lo mío, cuando se acercó una señora con un gorro amarillo imposible de ignorar. No por el color, que también, sino por el diseño: flores en relieve, perlitas… más propio de una boda en los años 60 que de una piscina de gimnasio. El gorro, por sí solo, daría para hablar largo y tendido. Pero no es el momento.

Se plantó al borde de la calle, me miró con firmeza —esa firmeza de quien cree que te va a convencer sin mucho esfuerzo— y preguntó:

—¿Nadamos en círculo?

Le dije, casi sin detenerme, que prefería seguir como había estado nadando: media calle para cada uno. Cuando hay dos personas, lo habitual es dividir la calle a lo largo. Más cómodo, más claro, menos lío. Sentido común. Nada heroico.

No le pareció bien. Insistió un poco más, como si no haber aceptado a la primera fuese un malentendido. No fue una sugerencia casual, fue un intento educado —pero con presión— de que me adaptara. Esa clase de presión que llega envuelta en frases como "es que esto se suele hacer así". Cuando vio que no iba a funcionar, bufó y se fue, visiblemente molesta. Como si no ceder fuese una falta de empatía o de espíritu deportivo. Casi una traición al civismo acuático.

Y yo, seguí a lo mío. Que ya era bastante.

No fue ni por costumbre ni por manías personales. Un rato antes, había estado nadando en esa misma calle con otra persona. Sin hablarlo, sin necesidad de gestos: cada uno en su mitad, y listo. Cuando esa persona terminó se fue, y yo seguí nadando igual, en media calle. Lo natural habría sido que la recién llegada se sumara a eso. Pero tal vez, al verme solo, pensó que no había nada decidido, y que le tocaba organizar desde cero. Esa idea de que, si algo no está marcado con una norma visible o una voz que lo defienda, entonces está disponible para rediseñarlo a tu gusto, es más común de lo que parece.

Y no va solo de piscinas. Pasa en reuniones, en casas de vacaciones, en chats familiares y, sí, también en la cola del súper. Gente que llega, no mira, y ya está proponiendo cómo deben hacerse las cosas.

Nos cuesta mucho. Decir "no" nos parece antipático, casi agresivo. Como si por negarte a algo ya estuvieras siendo conflictivo. Como si hacer valer tu forma de hacer las cosas fuese una amenaza directa a la armonía universal. Y recibir un "no" nos sienta todavía peor, porque lo vivimos como un rechazo personal, en lugar de entenderlo como lo que es: una simple elección del otro. Sin drama. Sin epopeya.

Pero no todos los "no" son muros. A veces son simplemente límites. Lugares donde uno se cuida. Donde elige no complacer por inercia, ni ceder por reflejo. Decir que no, sin rodeos, sin excusas largas, sin agachar la cabeza, es un acto de respeto. Para ti, y también para el otro, aunque no lo vea. Aunque se le empañen las gafas del disgusto.

Y aceptar un "no" también es madurez. Es entender que el mundo no gira según nuestro guion. Que no todos comparten nuestras urgencias, nuestras rutinas, nuestras prioridades. Que hay que saber convivir con las decisiones ajenas sin hacer de cada desacuerdo una ofensa. Sin convertir cada negativa en un conflicto diplomático de alta intensidad.

Nos iría mejor si aprendiésemos a transitar esas pequeñas negativas con más naturalidad. A dejar de medirlo todo en términos de "ganar o perder". A distinguir entre el desacuerdo y el conflicto. A aceptar que no todo es personal. Que a veces el otro simplemente no quiere lo que tú propones. Y no pasa nada.

Porque no siempre se trata de quién tiene razón.
Muchas veces solo se trata de entender que cada uno está en su serie, a su ritmo.
Y que no pasa nada si no nadamos en círculo.

Y cuando todo eso falla —cuando el mundo entra a codazos, con exigencias, prisas y propuestas disfrazadas de normas— siempre nos queda el agua.

Ese refugio silencioso donde nadie cuestiona tu ritmo ni tu estilo. Solo tú, el rumor amortiguado de cada brazada y la libertad absoluta de elegir cómo recorrer tu camino.

Porque, al final, nadar no es competir ni someterse a reglas impuestas, sino encontrar tu propio espacio y avanzar a tu manera.