Sesión abierta

No trabajo en remoto. Trabajo donde hace falta. A veces con un portátil viejo, a veces con varias sesiones abiertas a la vez. Lo importante: que todo funcione sin que se note. Como si nunca te hubieras ido.

Sesión abierta
Photo by Finn Hackshaw / Unsplash

A veces estoy en la oficina. A veces no. Pero siempre estoy donde hace falta.

Porque cuando algo se tuerce —y suele torcerse justo cuando no toca—, da igual si estás comiendo, en pijama o saliendo del cine: te conectas. No por heroísmo, sino porque no hay otra. Porque el marrón no espera a que estés sentado en tu sitio.

No trabajo en remoto. Trabajo conectado. Y eso, desde hace tiempo, significa poder estar en cinco sitios a la vez. Sin moverte. Sin que se note.

Una especie de “Todo a la vez en todas partes”, pero sin coreografías ni universos paralelos de colores chillones. Lo mío son escritorios solapados, sesiones encadenadas y alguna que otra IA pidiendo datos como si supiera de qué va todo. Y sin presupuesto para dobles, claro.

Llevo encima un Lifebook U-series que ya tiene sus años, pequeño, fiable, discreto. Con una tarjeta de datos que me permite —en cualquier momento y en cualquier sitio— abrir la puerta de entrada. Aunque llamarla "puerta" es quedarse corto. Según el momento y el lugar, se utiliza el sistema de VPN principal o el secundario, sobre la fibra principal… o su respaldo gemelo, que vive en otra IP y con otro dominio, por si a la primera le da por hacerse la interesante. Después el firewall, el proxy interno, algún que otro paso intermedio que uno ya hace por reflejo… y sorteamos a esa criatura mítica que siempre aparece justo cuando menos lo necesitas. Nada fuera de lo normal. Estoy acostumbrado. Y cuando todo encaja, entras como si siempre hubieras estado ahí.

Lo más habitual es que al entrar vaya directamente a por el portátil de la oficina, que ya está en marcha, con las sesiones vivas y los accesos listos. No es obligatorio, pero sí práctico. Trinchera caliente. Entorno conocido. Como ese compañero que nunca se coge vacaciones, pero tampoco estorba. Si hace falta, claro que puedo ir directo a los servidores o a las aplicaciones encapsuladas. Pero si todo está en su sitio, ¿para qué desmontarlo?

Y lo mejor es que todo esto funciona desde cualquier navegador. Desde ese Lifebook cansado o desde mi MacBook Pro de 16" de 2019, el último Intel, que todavía empuja con dignidad aunque Apple ya lo mire raro. Hago lo que tengo que hacer con lo que tengo a mano. Y si lo sencillo funciona, no hace falta complicarlo. Y si algo falla, bueno… tampoco sería la primera vez que soluciono una incidencia seria desde una cafetería de carretera, con el portátil apoyado en una servilleta y el móvil haciendo de router.

Todo esto ocurre a la vez. Sin moverme, sí, pero con la cabeza repartida en cinco ventanas. Y no es que funcione: es que tiene que hacerlo. Porque si una sesión falla, hay otra abierta. Y si un sistema no responde, hay otro que sí. Esa es la lógica: no parar. Saltar de una capa a otra sin perder el hilo. Sin dramatismo.

Durante mi jornada en la oficina —no desde casa, no en remoto, sino ahí, sobre el terreno— también trabajo así. Multi sesión, multi sistema, multiverso. Mientras encadeno escritorios y salto de un entorno a otro, reparto la carga como si mi cabeza tuviera hilos paralelos, como si fuera un procesador que reparte tareas en tiempo real. A veces para apagar fuegos, otras para evitar que se enciendan.

Y cuando no estoy físicamente allí, pero toca resolver algo que me afecta a mí o a mi equipo, me conecto. Sea la hora de comer, o la de estar acostado. Para eso está todo esto montado: para poder intervenir cuando hace falta, sin importar dónde esté. Porque los marrones no avisan, y hay que estar cuando toca.

En paralelo, tengo varias IAs abiertas. Les paso datos, problemas, logs, preguntas raras. Algunas contestan al vuelo, otras se hacen las interesantes. Todas ayudan. A su manera, que a veces es muy suya. Es como tener un equipo de asistentes temporales, cada uno en una esquina del multiverso, esperando su parte del guion. Y como en toda producción con muchos figurantes, a veces uno responde algo que no tiene nada que ver. Pero oye, se agradece el entusiasmo.

Y ahí estoy yo. O la versión de mí que hoy coordina esto. Orquestando desde donde toque. No es multitarea, es multiexistencia. Ventanas flotantes, tareas cruzadas, concentración a ratos. Lo justo para seguir adelante, sin aplausos, sin banda sonora, pero con eficacia.

No hay lugar para el ensayo. Esto es trabajo: crudo, inmediato, a varias capas. Porque estar en varios sitios a la vez no es un recurso: es la rutina. A veces no sabes si has terminado de trabajar o solo has cerrado una de tus versiones. Y sí, desconectar cuesta. No por la tecnología. Por uno mismo.

Me gusta poder trabajar así: con control, sin dependencia del lugar, resolviendo con lo que haya a mano. Me gusta que el viejo Lifebook aguante. Que el Mac no se queje. Me gusta, sobre todo, seguir teniendo esa mínima certeza: que, entre sesiones y escritorios, todavía sé cuál soy yo.

Aunque hay días en los que esa certeza parpadea. Como el wifi de hotel justo antes de una videollamada.

Quizá por eso, desde hace años, tengo una frase pegada en el interior de la puerta del armario donde guardo los zapatos. La veo justo antes de salir, cada día. No la repaso. No la recito. Pero ahí está.

"Haz lo que puedes, con lo que tienes, donde estás."
Theodore Roosevelt.

Y a veces, con eso, basta para empujar la jornada. Lo justo para atarte los cordones, abrir otra sesión más y mantener el sistema en marcha mientras todo aparenta estar en orden. Que no se note el esfuerzo también es parte del trabajo.