Seas quien seas y estés donde quieras estar
A veces el reencuentro llega por azar: un enlace olvidado, una voz que vuelve a sonar, una madrugada que regresa intacta. Veinte años después, El RoNpeolas sigue ahí, recordándonos que la radio aún puede ser refugio cuando todo lo demás hace ruido.
No suelo escribir dos veces el mismo día. Prometí no hacerlo, por respeto a quienes leen y también a mí mismo: una dosis por semana, ni más ni menos. Pero hoy es distinto, quizá porque esta noche, cuando el reloj marque las doce y el domingo empiece a deshacerse, volverá a sonar esa voz que creí perdida.
Hace unas semanas, mientras revisaba viejas entradas del blog, apareció aquel enlace a ronpeolas.com. Lo abrí casi por inercia, con esa mezcla de pudor y curiosidad con que uno busca el nombre de alguien que fue importante, y de pronto volvió todo: la música, la calma, el rumor de las noches que entonces parecían infinitas.
Volví a escribirte entonces, casi sin pensarlo, después de tanto tiempo. Fue en plena reorganización del blog, entre textos que hablaban de otras cosas y días que parecían no dejar hueco para nada más. Te conté que te había reencontrado, que seguías sonando igual y que me alegrabas el día como antes me alegrabas las noches. Me respondiste con la misma serenidad de siempre, contándome que El RoNpeolas seguía vivo, que ahora se escuchaba por la red y que, en septiembre, volvería con nueva temporada.
Dijiste que me saludarías en el primer programa. Y lo hiciste. Ocho domingos después sigo recordando aquella madrugada como si el tiempo se hubiese detenido. Escuché mi nombre y sentí que el programa entero me hablaba a mí, como si los años no hubiesen pasado y aún estuviéramos en aquel punto exacto donde la radio y la noche eran lo mismo.
No respondí entonces. No por desinterés, sino por torpeza, por respeto, quizá también por pudor. Hay agradecimientos que necesitan asentarse antes de poder decirse.
El RoNpeolas nunca fue solo un programa de radio. Era, y sigue siendo, un lugar: un refugio para quienes entendemos la noche como territorio propio, cuando la ciudad calla y todavía quedan cosas por pensar. Nació en Calatayud en 1988, en la emisora municipal Ondayud, creció en Zaragoza y encontró su tono definitivo en Radio Ebro. Entre medias pasó por Radio Mai y por muchas noches compartidas con una audiencia tan pequeña como fiel.
Quienes lo seguimos desde entonces recordamos aquel sonido imperfecto, la voz pausada de Ibáñez, las músicas imposibles de etiquetar, las reflexiones que parecían surgir de otro tiempo. Era una radio que no buscaba gustar, sino acompañar, y que, de algún modo, acabó marcando a una generación que aprendió a escuchar en silencio.
En 2004 ya escribí sobre ti. Aquel texto decía que El RoNpeolas era “una ventana abierta en mitad de la noche”, una frase ingenua pero cierta. Intentaba explicar lo inexplicable: por qué un programa podía quedarse dentro como una canción que no se olvida. Hoy, veinte años después, sigo pensando lo mismo, pero lo entiendo mejor: no era solo la música, ni la voz, ni el tono, era el gesto de mantener encendida una luz en mitad del ruido.
El programa cambió con el tiempo. Hubo pausas, regresos y mutaciones. Pasó de las madrugadas interminables de los noventa a las emisiones más breves y concentradas de ahora, y de las ondas locales a la radio online que suena las veinticuatro horas. Pero lo esencial se ha mantenido: la libertad de hacer radio sin pedir permiso, de hablar cuando los demás duermen, de mezclar pensamiento y música como quien respira.
Reencontrarte ha sido recordar todo eso. He vuelto a escucharte, casi siempre en la quietud de la noche: a veces desde la emisora, otras desde la web, y las más, en mi propio reproductor, fragmentando el programa en pequeñas cápsulas para acompañar el cierre del día, justo cuando el sueño empieza a acercarse y la mente se rinde.
En un tiempo en que todo se acelera y el silencio parece sospechoso, reencontrar una voz que no compite ni grita, que simplemente está, fue como abrir una ventana en mitad del ruido. Hay algo en tu manera de hablar que no envejece: cambia el tono, cambia la música, pero la calma sigue siendo la misma.
Escribo a plena luz del día, justo cuando no toca, quizá por eso. Porque hay agradecimientos que caducan si no se dicen, y porque esta noche volveré a escucharte. Gracias por seguir ahí, por resistir, por recordarnos que aún hay lugares donde la palabra importa, donde la música tiene alma y donde la noche, en vez de pesar, acompaña.