La tecnología promete. Pero alguien tiene que coger el teléfono.
Tecnología al servicio de una administración más eficaz. Pero si la bajante sigue goteando… a veces, lo más innovador es que alguien conteste.
Llevo 25 años trabajando como Administrador de Fincas Colegiado, en un despacho familiar con más de cuatro décadas de experiencia. En todo este tiempo he comprobado que cuando una comunidad funciona bien, rara vez es por casualidad. Es porque alguien escucha, porque alguien responde, y porque se toman decisiones basadas en lo concreto, no en lo que queda bonito.
En nuestro despacho intentamos hacer un uso consciente de la tecnología. Nos permite trabajar con más datos, responder con mayor agilidad y comprender mejor las dinámicas de cada comunidad. Automatizamos procesos, compartimos información, analizamos patrones... todo con la intención de mejorar el servicio. Si lo logramos o no, depende del día. Pero esa es la dirección. No siempre es fácil, ni inmediato, ni perfecto. Aun así, seguimos intentándolo. Y aprendiendo.
Eso sí: procuramos no confundir las herramientas con el oficio. Administrar no es hacer implementaciones tecnológicas. Nuestro trabajo consiste en cuidar el día a día de las comunidades, resolver incidencias, facilitar acuerdos, rendir cuentas y acompañar a los propietarios en todo ese entramado que implica vivir (y decidir) en colectivo. Intentamos que la tecnología nos ayude en ese camino. A veces funciona, a veces no. Pero seguimos ajustando. Porque cuando suma, se queda. Y cuando estorba, se descarta. Así de simple.
Por eso vemos con cierta preocupación esa tendencia creciente a priorizar la forma sobre el fondo. Las presentaciones de juntas pueden ser visuales, los resúmenes pueden estar bien hechos, incluso las herramientas de IA pueden apoyar la comprensión. Pero siempre como complemento, nunca como centro. La base sigue siendo la información clara, veraz y útil.
Y no es solo una cuestión de formato, sino de actitud. Porque cuando se comunica para brillar más que para explicar, o cuando se dedica más energía a construir una imagen que a resolver un problema, el resultado puede ser muy estético... pero poco práctico. Y en una comunidad de propietarios, lo práctico importa. Mucho.
La buena administración no necesita efectos especiales. Necesita presencia, transparencia, rigor y empatía. Y todo eso se puede reforzar con tecnología, por supuesto. Pero no sustituye lo esencial. Y repetirlo no es insistencia gratuita: es una advertencia. Porque si lo olvidamos, lo demás deja de importar.
La confianza en este trabajo no se construye con tecnología, sino con respuestas oportunas. No por cómo lo muestras, sino por lo que resuelves.
Y, a veces, una buena forma de verlo claro es a través de una conversación con alguien que está al otro lado. Hace unos días, un buen amigo —profesional del marketing digital— me contó su experiencia como propietario en una comunidad de una gran ciudad del sur de España. Lo que me contó es casi una parábola contemporánea de cómo la forma puede devorar al fondo si no hay equilibrio.
No había podido asistir a la última junta y, al cabo de unos días, recibió un correo del administrador. Bueno, de la oficina del administrador. Asunto: “Conectando contigo: avances, decisiones y futuro compartido”.
Tenía buena pinta, me dijo. Buen diseño, tono cuidado, iconos, fotos de archivo, frases optimistas. Una cabecera que rezaba: “Juntos construimos comunidad”. Pensó que sería el acta. Quería ponerse al día.
Pero el acta no estaba.
Lo que encontró fue un enlace a un resumen en vídeo, locutado por una voz generada por IA:
“Hola, vecino. Aquí tienes lo más importante de nuestra última reunión”.
Transiciones suaves, música de fondo, gráficos animados. Se hablaba de eficiencia energética, de digitalización, de nuevas apps… pero nada sobre la bajante del garaje. Esa que lleva semanas rezumando y ya deja olor en la escalera.
Buscó un teléfono. Lo había, sí, pero el horario de atención había terminado.
Vio también que atendían por WhatsApp. Pensó en llamar, pero estaba en el baño, leyendo todo desde el móvil. No era el momento. Abrió el chat. Encontró un amable chatbot. Todo parecía moderno, bien montado. Pero el canal —como suele pasar con WhatsApp en un entorno profesional— no entendía de tiempos, ni de contexto. El bot respondía con entusiasmo programado, pero cada clic lo alejaba más de la respuesta que buscaba. Intentó seguir los flujos. Marcó la opción “Emergencia”, a pesar de que su consulta no era una emergencia real, el resultado...
Silencio.
Me dijo que no estaba enfadado. Tampoco indignado. Solo cansado.
Cansado de sentirse atrapado en un sistema que él mismo lleva tiempo cuestionando desde dentro.
Cansado de canales abiertos que nadie atiende bien. De ver cómo se confunde “estar disponible” con “estar vendiendo”. De detectar en otros lo mismo que él intenta evitar cada día con sus propios clientes.
Así que escribió un correo. Escueto, directo, sin florituras. Se identificó con nombre y apellidos, como si fuera lo único que podía hacer para que lo tomaran en serio:
“Buenos días. ¿Se ha llamado ya al fontanero?”
Y para su sorpresa, alguien respondió. Una persona, con nombre. Le dijeron que lo estaban gestionando, que le avisarían.
No arregló la bajante. Pero fue la primera vez que sintió que alguien le escuchaba.
Quizá por eso, entre tantas capas de canales, herramientas y asistentes virtuales, lo que más sigue marcando la diferencia no es la inmediatez, ni la omnicanalidad, ni la promesa de que todo será automático.
Lo que de verdad marca la diferencia es que haya alguien al otro lado. Que entienda lo que se le pide. Que pueda decir que sí, que no, o que aún no lo sabe. Pero que conteste.
No porque tenga un guion.
Sino porque sabe que lo que hay al otro lado no es un ticket, sino una persona.
Y eso —con toda su complejidad, su cansancio y su humanidad—
es lo que seguimos llamando administrar.