La arquitectura de la dependencia: Cuando una herramienta se convierte en intermediario
Herramientas que ayudan, sí, sobre todo al principio. Lo que nunca se termina de decir es la letra pequeña: cada favor que te hace la herramienta la acerca un paso más a lo que busca de verdad, que seas tú quien trabajes para ella y sigas llamándolo ayuda.
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Hay semanas en las que el despacho se parece más a una estación que a una oficina. El teléfono no descansa, los correos entran a pares, la agenda se llena de recordatorios y, entre todo eso, aparecen nombres nuevos: empresas que llaman, escriben o piden cita para presentarte «una solución» que, según ellos, encaja justo con lo que necesitas.
Siempre vienen a ayudar. Lo dicen así, sin rubor. Da igual que ese día estés revisando presupuestos, preparando una junta complicada o encajando varias incidencias que han llegado por teléfono, por correo y por la aplicación de turno. El guion es parecido en todos los casos: ellos ponen las diapositivas, tú pones la atención que te queda.
En la presentación no faltan las palabras que ya conocemos: eficiencia, automatización, ahorro, centralización. Todo será más ágil, más ordenado, más sencillo, siempre que aceptes trabajar «a través» de su plataforma. Y no solo con tus datos internos, también con los de las comunidades. Contratos, consumos, facturas, historiales, comunicaciones. Todo dentro de su sistema, porque «así lo tendrás todo en un único sitio».
La escena puede variar un poco de un proveedor a otro, pero el fondo se repite. Un software de gestión de suministros, una herramienta para analizar facturación, una plataforma para gestionar incidencias o una solución que promete conectarlo todo. Cambian los nombres y los logotipos, pero la propuesta siempre se apoya en lo mismo: «tráete tus datos hasta aquí y nosotros nos ocupamos del resto».
En un despacho que vive rodeado de papeles, correos, llamadas y recordatorios, la idea de centralizar tiene buena prensa. Es comprensible. Todos hemos tenido ese momento en el que no sabemos si un documento está en el archivo compartido, en el gestor documental, en el correo de alguien o en una carpeta del escritorio. Que venga alguien y diga «lo tendrás todo junto» puede sonar a alivio. El problema no está ahí. El problema aparece cuando miras con calma quién manda en ese «todo junto».
La parte que casi nunca se explica con claridad es qué pasa cuando los datos dejan de estar en tus sistemas para vivir en los sistemas de otros. A partir de cierto punto, ya no se trata solo de usar una herramienta externa. Se trata de que la posición fuerte deja de estar en el despacho y pasa a estar en el proveedor. Él ve tus contratos, tus plazos, tus patrones de consumo, tus volúmenes de trabajo. Aprende cómo se mueve tu despacho y cómo se mueven tus comunidades. Y con esa información puede hacer muchas cosas que no siempre pasan por ti.
Lo llamativo es que, si esto se contara así desde el principio, se podría decidir con tranquilidad. Igual habría despachos que dirían «me compensa» y otros que no. El problema es que casi nunca se plantea en estos términos. Se presenta como una ayuda desinteresada, como un paso inevitable hacia la modernidad, como algo que haces «por tus comunidades». Y así es difícil tomar una decisión realmente informada. Lo que se toma, la mayoría de las veces, es una decisión condicionada por el cansancio y la escasez de tiempo.
Quizá la pregunta que deberíamos hacernos es otra. En vez de aceptar que lo normal es llevar nuestros datos a los sistemas de cada proveedor, podríamos darle la vuelta al planteamiento y preguntarnos por qué no son los proveedores los que vienen a nuestros sistemas. Por qué no son ellos los que se conectan al software de gestión que usamos cada día, respetando que el punto de apoyo está en casa, y no al revés.
Imaginemos por un momento que un proveedor llega y dice algo como esto: «no necesitamos que subas toda tu información a nuestra nube para que la procese nuestra inteligencia artificial. Te ofrecemos nuestra tecnología para que puedas usarla desde tu propio sistema, en tus servidores o en tu entorno, con tus reglas. Tú decides qué datos se procesan, qué se queda donde está y qué se comparte con nosotros porque es imprescindible para prestar el servicio». De entrada, la conversación cambiaría por completo. Ya no estaríamos hablando de entregar datos, sino de incorporar capacidades.
En esa configuración, el despacho mantendría el centro de gravedad. Los datos seguirían residiendo en el sistema que controla el administrador. Los proveedores aportarían lo que dicen que aportan: técnicas, modelos, software especializado, conocimiento. Y la relación sería más clara: tú decides qué abres, cuánto compartes, qué mantienes bajo tu custodia. No habría que regalar toda la casa para instalar un electrodoméstico.
La realidad, sin embargo, suele moverse en sentido contrario. La propuesta habitual es: «sube tu información a nuestros servidores, la procesaremos con nuestra IA y a cambio te daremos informes, cuadros de mando y recomendaciones». Dicho así, puede tener sentido en algunos casos. Lo que chirría no es tanto la oferta como el desequilibrio que se genera con el tiempo. Tus datos se van, su tecnología no viene. Y cada año que pasa, la dependencia crece un poco más.
Por otra parte, es poco frecuente encontrar proveedores que digan abiertamente cuál es su objetivo completo. Sería honesto escuchar algo como: «nuestro negocio consiste en ganar dinero prestando servicio y también aprovechando los datos agregados de muchos clientes. Queremos analizar hábitos, comparar comportamientos, encontrar patrones y con eso mejorar el producto y vender otros servicios». Con esa transparencia podríamos valorar el intercambio: esto es lo que me das, esto es lo que te doy, este es el riesgo, este el beneficio.
En lugar de eso, lo habitual es escuchar solo la mitad amable del relato. La parte de eficiencia, de automatización, de «no tendrás que preocuparte de nada». Lo demás queda difuminado en frases generales sobre seguridad, cumplimiento y políticas de privacidad que nadie tiene tiempo de leer con calma. Y así llegamos a un punto en el que el proveedor sabe perfectamente qué gana si te convence, mientras que tú no tienes tan claro qué pierdes.
Todo esto no ocurre porque haya administradores especialmente despistados. Ocurre porque los despachos funcionan al límite casi todos los días. Porque hay que sacar adelante juntas, incidencias, cambios normativos, presupuestos y reclamaciones. Porque cuesta dedicar dos horas tranquilas a revisar un contrato técnico cuando tienes la sensación de que todo llega tarde. Esa es la grieta por la que se cuela el desequilibrio. No por mala fe, sino por falta de aire.
Ahí es donde recuperar algunas ideas básicas puede ayudar. La primera es asumirse como lo que se es: el despacho y las comunidades generan un activo valioso, que son sus datos, y ese activo no tiene por qué entregarse completo cada vez que alguien lo pide. Se puede compartir lo necesario para trabajar con un proveedor sin regalarle todo lo demás. Y a partir de ahí la pregunta cambia de forma. Deja de ser «qué tengo que subir a tu plataforma» y pasa a ser «qué puedes tú conectar en la mía para colaborar».
La segunda idea es que la arquitectura técnica no es un detalle menor. Si el sistema central de trabajo del despacho es propio, o al menos está bajo control del despacho, los proveedores pasan a ser verdaderos proveedores, no puntos obligatorios de paso. Pueden aportar valor, pero no marcan todo el recorrido. Si, en cambio, el corazón del trabajo se desplaza a una plataforma que no controlas, cada movimiento futuro dependerá de lo que esa plataforma permita o no permita hacer.
Y la tercera idea tiene que ver con la transparencia. Un proveedor que explica claramente qué uso quiere hacer de los datos, qué se almacena, qué se anonimiza, qué se comparte con terceros, cómo se puede salir y qué se recupera al final, se está tomando en serio tu posición. Otro que solo habla de lo que ganas y nunca de lo que él gana te está invitando a entrar en una relación que difícilmente será equilibrada.
Mientras no existan muchos proveedores dispuestos a decir «no hace falta que traigas nada a mi nube, yo me adapto a tu forma de trabajar», la responsabilidad de proteger el despacho seguirá recayendo en quien menos tiempo tiene. No es una situación ideal, pero es la que hay. Y frente a eso, quizá lo único razonable sea tomar conciencia. Saber que cada «sube tus datos aquí» tiene implicaciones futuras. Preguntar qué pasará el día que quieras irte, no solo el día que llegas. Exigir que la tecnología también venga hacia ti, y no siempre al revés.
Si conseguimos pensar los servicios de esta manera, el despacho puede seguir recibiendo visitas, correos y propuestas cada semana, pero desde otro lugar. No como alguien que tiene que agarrarse a cualquier promesa de orden, sino como quien sabe que el orden empieza en casa y que lo que entra y sale se decide desde dentro. Y quizá ahí, solo con ese cambio de mirada, ya haya una diferencia importante. Aunque nadie lo venda en un powerpoint.
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