El mercado no te empuja, te recoge
El viernes me llegó un PDF en el peor momento posible para leerlo. Lo abrí, vi el título y supe que, si seguía, iba a tener que mirarme de frente. Cerré. El domingo volví. Y hay una frase que no me he podido quitar de la cabeza: el mercado no empuja, te recoge.
Si estás leyendo esto a primera hora del lunes, ya te adelanto una cosa. Este post no nació con el ritmo ideal de domingo por la mañana, café tranquilo y teclado suelto. Nació tarde. Y nació después de una semana en la que el nudo del síndrome del impostor me apretó más de lo deseable.
El viernes por la tarde, Manolo me compartió el PDF del número 145 de Consell. Me llegó como llegan algunas lecturas cuando no estás fino. No como “qué interesante”, sino como uff, no sé si tengo cuerpo. En la web de la revista, al menos yo, no lo he visto todavía publicado. Igual está y no lo he encontrado. Igual todavía no lo han subido. No lo sé. Lo que sí sé es que lo abrí y empecé a leer.
Duré poco.
No porque el artículo sea malo, ni porque sea especialmente difícil. Duré poco porque fue como asomarme a una ola enorme estando dentro de la ola. Y cuando estás así, lo último que necesitas es un texto que te devuelva el espejo entero con la luz encendida.
El sábado hice algo que no suelo hacer. Me desconecté. Me fui a un mundo totalmente ajeno a mis rutinas y costumbres. De eso hablaré en otro post, porque lo merece, pero hoy no toca. Hoy toca lo importante. Necesitaba aire. Aire fresco. Aire de verdad. El tipo de aire que te permite sentarte después y leer sin prisas, sin defensas, con una libreta al lado.
Y aun así, el post no salió el sábado por la noche. Ni de broma. He necesitado más tiempo. Son casi las once del domingo cuando me siento a escribir esto y, curiosamente, me parece el momento correcto. No el ideal, pero sí el correcto. Porque este tema, si lo escribes con prisa, se convierte en eslogan. Y a mí los eslóganes me dan alergia.
El artículo se titula «La concentración de carteras. Está sucediendo porque tú así lo quieres». Lo firman Carlos Felipe Cabeza y Manuel Sancho Vendrell. Y lo publican en Consell n.º 145, cuarto trimestre de 2025. El título es un guante fino. No dice “está pasando”. Dice “está pasando porque tú…”. Ese tú te obliga a levantar la ceja.
Porque durante años hemos contado la concentración como una historia que venía de fuera. Fondos, plataformas, grandes grupos, modernidad, consultores, palabras nuevas para problemas viejos. Todo muy cómodo. Todo muy útil para indignarte sin tocar nada.
El artículo propone otro punto de partida. No niega que haya compradores. No niega que haya dinero. No niega que exista una maquinaria que compra y consolida. Lo que hace es girarte la silla y señalar lo previo: esto se acelera porque existe una voluntad anterior. Porque hay administradores que quieren vender. Y si aceptas esa premisa, la conversación deja de ser “por qué vienen” y pasa a ser por qué nos vamos.
Ahí está lo incómodo.
El texto plantea tres causas. Jubilación sin sucesión. Falta de reconocimiento social. Desequilibrio entre carga de trabajo y rendimiento económico. Hasta aquí, nada sorprendente. Pero dentro de la primera mete un matiz que, leído con calma, cambia el dibujo: no es solo la edad, es la continuidad. Más que la jubilación, pesa la ausencia de relevo. Cuando no hay relevo, el despacho deja de ser proyecto y empieza a ser salida. Y cuando algo se convierte en salida, el mercado aparece. No como villano. Como puerta.
La parte del reconocimiento social se lee con esa mezcla rara de asentimiento y cansancio. Esa sensación de ser invisible cuando todo funciona y de volverte perfectamente visible cuando hay conflicto. De dar la cara cuando hay una mala noticia, aunque la mala noticia sea la realidad de la normativa, de los costes, de la obra que toca, del ascensor que no perdona. El artículo habla de desgaste, de cansancio y de ese agotamiento que no se arregla con un puente ni con un “ya descansaremos”.
Y luego está la carga. La suma. Lo que no te tumba por una cosa concreta, sino por acumulación. Plazos, inspecciones, obligaciones fiscales, controles, sanciones, accesibilidad, vivienda, y un largo etcétera que todos sabemos recitar sin mirar. Hay un momento en el que esa suma deja de ser trabajo y pasa a ser losa. Y lo peligroso de una losa no es que pese. Es que te acostumbras.
Hasta aquí, la parte del que vende.
El artículo también mira al que compra. Y aquí hace algo que me parece importante. En lugar de demonizar, explica. Habla de recurrencia, margen, crecimiento. Habla de por qué el dinero mira el sector. Habla de escala y de eficiencia. Habla de lo que ocurre cuando pasas de despacho pequeño a estructura capaz de integrar, de estandarizar, de especializar. Y mete datos para sostener que el sector es muy atomizado y que hay pocos con tamaño real.
Pero el punto fuerte, para mí, está en otro sitio. El texto reconoce dónde se decide todo de verdad. No se decide en la firma. Se decide después. En la retención. En la continuidad. En la capacidad de no romper el servicio mientras cambias de manos. En una transición sin sobresaltos. Porque una comunidad no se va el primer día. Se va cuando comprueba que algo se ha roto. Y eso pasa a cámara lenta.
Y ahí, sin salirte del artículo, asoma el mundo real. El que no cabe en cuatro páginas, pero lo completa.
En ese mundo real hay una palabra que cae como un martillo: rotación. La rotación como castigo constante. Y aquí se entiende por qué la conversación sobre concentración, en el fondo, es una conversación sobre estructura interna.
Aparece la especialización como salida. No por moda. Por supervivencia. Repartir el trabajo en piezas más pequeñas. Evitar el perfil imposible del “oficial que lo hace todo”. Formar más rápido. Reducir el tamaño del roto cuando alguien se va. Tiene sentido.
También aparece la letra pequeña. La especialización te salva y te complica a la vez. Te salva porque acota. Te complica porque crea dependencias nuevas. Si se va una pieza crítica, no pierdes a alguien. Pierdes una función entera. Pierdes memoria. Pierdes detalles que no estaban en ningún procedimiento. Y entonces el despacho no sufre en abstracto. Sufre en retrasos que se convierten en quejas, en errores que nadie vio venir, en noches largas.
Por eso, junto a la especialización, aparece otra necesidad igual de seria: el relevo. El junior. El segundo que sube. La redundancia. No por lujo, por supervivencia.
Y, cómo no, sale el tema incómodo: el dinero. Retener no es solo pagar más, pero pagar bien, de verdad, cambia cosas. Cambia la permanencia. Cambia la percepción de futuro. Cambia la disposición a aguantar lo difícil. Eso implica subir honorarios, ordenar salarios, y aceptar una realidad antipática: hay perfiles que sostienen el despacho y perfiles que ayudan, y no todo puede ser plano. El romanticismo dura hasta que se te cae un pilar.
En esa misma línea aparece una figura que vale más que muchas herramientas nuevas: el coordinador, el revisor. La persona que encaja el trabajo de especialistas, revisa, evita que se escondan problemas, sostiene el estándar y evita que el despacho se convierta en un conjunto de feudos. Eso es profesionalizar. No es un PowerPoint. Es alguien metido en las entrañas del negocio, con autoridad real, ordenando sin ser dueño, y entrando donde a veces nadie quiere entrar.
Y cuando llegas aquí, aparece otra capa. Las plataformas. Lo global. El discurso de que todo tiende a lo global, de que la escala lo es todo, de que si no construyes una plataforma propia estás perdido. Y frente a eso, la realidad: nuestro trabajo es local. Local por legislación, por proximidad, por fricción humana. Una comunidad no es un producto digital. Es una junta. Es una obra. Es un vecino. Las plataformas ayudan, sí, pero como herramienta. La diferencia no está en tener una plataforma, está en gestionar distinto. Más rápido. Más ordenado. Más ético. Con mejor control. Si no puedes competir por precio o por volumen con gigantes, tendrás que elegir otro terreno. Calidad real. Cohesión de equipo. Un modelo operativo que no dependa de heroicidades.
Y entonces vuelvo al título, porque al final el artículo consigue lo que pocos consiguen. Te obliga a preguntarte hacia dentro.
Si de verdad esto sucede porque hay voluntad de vender, la pregunta útil no es quién compra. La pregunta útil es qué tendría que cambiar para que vender dejara de parecer sensato.
No para “salvar el sector”. Para poder trabajar sin sentir que estás dentro de una ola permanente. Para no confundir vocación con aguante. Para que el despacho no sea un sistema que solo funciona cuando tú te rompes un poco cada semana.
Quizá por eso no pude leerlo el viernes. Porque no era solo un artículo. Era un espejo. Y el viernes yo no estaba para espejos.
Hoy, domingo noche, sí. Hoy al menos me da para mirarlo de frente y escribirlo. Y dejar aquí, sin moraleja, una idea sencilla que me ronda desde que cerré el PDF.
El mercado no te empuja. El mercado te recoge.
Te recoge cuando ya no hay relevo. Te recoge cuando sostener el despacho exige una resistencia que no debería ser requisito. Te recoge cuando normalizas vivir doblado. Y lo hace con contrato, con sonrisa y con educación.
Que es, casi, lo más inquietante de todo.
Si quieres que estos textos te lleguen sin ruido, está la lista de correo: Un post a la semana, o cuando sale.
Es gratis, para consumo lento y fuera del alcance de gurús y del algoritmo.