El coche eléctrico preocupa… pero debería preocupar todo lo demás
Muchos garajes no están preparados y los sistemas de extinción no siempre sirven. El eléctrico preocupa al vecino, pero lo realmente arriesgado es todo lo que lo rodea… y el futuro quizá nos lleve a no tenerlo en casa.
Decía en la primera parte que agosto bajo tierra tiene su propio clima y sus propias manías, y que entre cables nuevos y diésel veteranos lo que cambia no siempre es visible. Me dejé cosas fuera, claro. Lo que viene ahora es la parte que no cabe en las fotos de prensa ni en las estadísticas limpias: la letra pequeña de por qué el coche eléctrico es lo que al ciudadano le preocupa, pero debería preocuparle todo lo demás.
Para empezar, hay que admitirlo: muchos garajes simplemente no estaban pensados para esto. Y con “esto” no me refiero a un Tesla cargando en silencio, sino a la suma de infraestructura eléctrica de alta capacidad, circulación de vehículos con baterías de cientos de kilos y demandas térmicas que hace cuarenta años ni se imaginaban. En edificios anteriores al Código Técnico de la Edificación (2006), la ventilación suele ser la justa para evacuar gases de combustión —si acaso— y la instalación eléctrica dimensionada para luces, puertas automáticas y poco más. El resto, apaños.
Sí, la normativa como la ITC-BT-52 te permite legalmente añadir puntos de recarga, derivaciones individuales, protecciones… pero eso no convierte un sótano mal ventilado en un espacio óptimo para disipar el calor residual de diez cargadores funcionando a la vez. Y menos en agosto. Las adaptaciones funcionan, pero son como poner aire acondicionado en una cueva: puede mejorar, pero la cueva sigue siendo cueva.
Y luego está el otro lado de la ecuación: ¿qué pasa cuando algo se incendia? Porque aquí es donde la teoría y la práctica se miran raro. Los sistemas de extinción en garajes llevan décadas pensados para combustibles líquidos y sólidos, no para baterías de litio. Extintores de polvo ABC, BIE con mangueras de agua… que, según a quién le preguntes, son suficientes o son una receta para un problema mayor. La realidad es que, en una batería en fuga térmica, el agua no apaga; enfría. Y hace falta mucha. Tanto que, en algunas intervenciones reales, los bomberos han tenido que mantener un coche sumergido o refrigerado durante horas para asegurarse de que no reaccione de nuevo.
Adaptar un sistema fijo de extinción a este escenario no es tan sencillo como cambiar un difusor: hablamos de redes capaces de entregar caudales altos, boquillas especiales que inunden el compartimento del vehículo, mantas ignífugas para encapsular el fuego… y todo eso multiplicado por las dimensiones y el presupuesto de un garaje comunitario. Lo que es viable en un parking de aeropuerto no siempre lo es bajo una finca de 1978 con una comunidad que discute por cambiar la bombilla del portal.
El verdadero problema es cuando los dos puntos coinciden: garajes estructuralmente limitados y medios de extinción que no están adaptados. Y aquí el riesgo no es tanto que un eléctrico o un híbrido enchufable prenda, sino que arda otra cosa —un diésel veterano, un cuadro eléctrico fatigado, un trastero improvisado lleno de pintura— y que el fuego acabe alcanzando uno o varios eléctricos. No por estadística, sino por pura física: una batería que entra en fuga térmica multiplica la duración y complejidad del incendio, y exige medios que quizá no están ahí.
El coche eléctrico es lo que al ciudadano le preocupa, pero debería preocuparle todo lo demás.
El futuro cercano no ayuda a rebajar el escenario. Las Zonas de Bajas Emisiones ya están filtrando qué circula y qué no por el centro de las ciudades. Ante la obligación, no todos se tiran de cabeza a un eléctrico puro; muchos optan por híbridos enchufables, que a efectos de garaje traen lo peor de ambos mundos (o lo mejor, según se mire): un depósito de combustible y una batería de alta tensión compartiendo espacio. Por necesidad, también llegarán eléctricos puros de quienes trabajan o viven en estas zonas y no tienen otra opción, y eso incrementará la proporción de vehículos con características que requieren estas adaptaciones.
Y no, no es un discurso apocalíptico. Los datos siguen diciendo que los VE arden menos que los térmicos. Pero, si nos centramos sólo en el tipo de vehículo y olvidamos dónde duerme, cómo se carga y con qué medios contamos para intervenir, estaremos viendo la mitad del cuadro. La otra mitad es menos fotogénica pero igual de importante: metros cúbicos de aire que se renuevan lento, instalaciones eléctricas que trabajan al límite, y protocolos de extinción que no han hecho el salto completo al nuevo escenario.
Al final, lo que tenemos no es un problema de tecnología malvada ni de vecinos temerarios, sino de espacios heredados que ahora tienen que jugar un papel para el que no fueron diseñados. Y la transición no se hará con épicas inauguraciones de puntos de carga, sino con decisiones aburridas: ampliar ventilación, reforzar cuadros, formar a comunidades en planes de emergencia, instalar medios de extinción pensados para lo que realmente hay ahí abajo.
Mientras tanto, agosto seguirá pesando en el aire del garaje. Y cada cable, cada enchufe, cada batería descansará junto a un viejo depósito de combustible, en un ecosistema híbrido donde el riesgo no viene de un solo lado. Quizá, cuando miremos atrás, esta fase nos parezca tan caótica y doméstica como la de las cocheras con caballos y coches de gasolina mezclados. Y, como entonces, sobreviviremos más por adaptación que por previsión.
O tal vez el plan —del legislador, del mercado o de quien sea— no sea que adaptemos nuestros garajes, sino que dejemos de tener coche propio. Pagar por usarlo, como una suscripción a la televisión o a la música: acceso a todo, propiedad de nada. En ese escenario, el coche no dormiría en mi plaza; dormiría en su propio edificio, diseñado para carga y mantenimiento optimizados. Y quizá el día que los vehículos se conduzcan solos —y nosotros perdamos el placer de conducir— será también el día en que un algoritmo, con semanas de antelación, sepa a qué hora y dónde voy a necesitarlo. Llegará a la puerta de casa, cargado y listo, sin riesgos bajo mi techo.
Sí, suena futurista. Pero como el coche eléctrico, también llegará.