Degradados y desencuentros

Creías que lo habías explicado bien. Pero el corte es más brusco de lo que esperabas. Como pasa a menudo: creemos que hablamos claro, pero el otro entiende otra cosa. Y ahí empieza todo. Porque comunicar no es decir, es coincidir.

Degradados y desencuentros
Photo by dwi rina / Unsplash

Hay momentos —más habituales de lo que solemos admitir— en los que la necesidad de simplificar se impone. A veces basta con un acto tan cotidiano como cortarse el pelo para sentir que, al menos en apariencia, eliminamos peso innecesario. Pero detrás de estos gestos triviales puede ocultarse toda una dinámica de expectativas, interpretación y (mal)entendidos.

Solicité cita en la barbería de siempre, ese espacio donde la autenticidad no depende de una estética impostada: sillones robustos, herramientas clásicas, el justo intercambio verbal. El procedimiento habitual consiste en entrar, explicar poco y salir con la cabeza más ligera. Esta vez, el barbero de confianza no estaba disponible; una baja breve, según comentaron. El sustituto —joven, minucioso, visiblemente atento al discurso del cliente— me planteó la pregunta de rigor sobre el corte. Opté por la descripción precisa: corto por los lados, pero que arriba tenga suficiente para peinarlo, que no parezca ni un corte militar ni un despiste.

Se interesó por el nivel de apurado inicial, 0 o 0,5, detalle aparentemente menor que, sin embargo, anticipa un mundo de matices técnicos. Confirmé la opción de siempre.

Hasta ahí, todo dentro del guion. Sin embargo, el proceso se desvió de lo esperable: empezó por la parte superior, marcando el largo y aplicando producto antes de abordar los laterales y la nuca, algo que para mí resultaba poco convencional. No dije nada; cada profesional tiene su método, y decidí confiar en el suyo.

El resultado fue un degradado diferente, más brusco, casi conceptual. Donde yo esperaba una transición respirable, apareció un salto abrupto entre 0,5 y 1, difícil de disimular incluso para unas manos habilidosas. El barbero intentó suavizarlo, pero la discontinuidad permaneció: había un antes y un después.

No fue un drama. El pelo crece y, en el fondo, la anécdota no afectaba a ningún evento relevante esa semana. Pero sí me dejó pensando en esa extraña sensación de haber compartido un código, unas palabras, y haber aterrizado en resultados distintos. Lo que yo consideraba un simple matiz, él lo tomó como instrucción cerrada y exacta.

Aquí entra en juego un aspecto esencial de la comunicación: ni siquiera formulando las preguntas de manera impecable podemos garantizar la comprensión o la respuesta alineada. Muchas veces, ni siquiera preguntamos exactamente lo que creemos estar preguntando. Dejamos fuera lo que damos por evidente, simplificamos, recortamos matices —y el interlocutor completa los huecos desde su propio marco de referencias.

Incluso cuando la formulación es correcta, no hay certezas. El otro puede contestar lo que entiende, lo que intuye que quieres escuchar o, directamente, lo que le conviene. La respuesta real rara vez es tan transparente como imaginamos. Esto se manifiesta en cualquier entorno: un barbero, un grupo de trabajo, un familiar. Nadie es inmune.

La inteligencia artificial es un reflejo (hiperbólico) de esta dinámica. Le planteas una consulta, pero si no sabe, no admite su desconocimiento: improvisa, rellena huecos, produce una respuesta verosímil aunque no sea fiel ni a los hechos ni a la pregunta. El modelo, igual que nosotros, prefiere no dejar en blanco el espacio de la respuesta. Y tampoco suele reconocerlo.

Todos, en mayor o menor medida, hacemos lo mismo. A veces contestamos por inercia o por comodidad, otras porque resulta más fácil dar una versión que se ajusta a lo que creemos que el otro espera. El lenguaje tiene límites, sí, pero también los tienen nuestras propias intenciones y filtros.

Puedes elegir las palabras con esmero y seguir hablando de cosas distintas. La precisión no lo resuelve todo: importan los contextos compartidos, los supuestos tácitos, eso que se omite porque se cree obvio, pero que en realidad no lo es. Cada uno rellena los vacíos a su manera.

En esos espacios —los de la interpretación, el subtexto y la expectativa— es donde nacen los malentendidos que luego hay que recomponer, si es que se puede.

Por suerte, en este caso lo peor fue un corte demasiado breve y dos días de adaptación ante el espejo. Pero en contextos con menos margen de error —un equipo, una organización, un proyecto colectivo— la asimetría de expectativas puede tener consecuencias mucho más difíciles de revertir.

En última instancia, por más claro que creamos dejar el mensaje, siempre habrá una parte del proceso que se escapa a nuestro control. Y eso no es un error: es inherente al propio pacto comunicativo.

Como recordaba aquella canción que no sonó en la peluquería, pero podría haber sonado:

You can't always get what you want,
but if you try sometimes, well, you might find... you get what you need.