Cuando el silencio sustituye al plan estratégico

Hay colaboraciones que se presentan como grandes aventuras y luego siguen un guion menos heroico. Lo curioso es cómo cambian de forma sin que nadie lo diga en voz alta.

Cuando el silencio sustituye al plan estratégico
Photo by Dylan Gillis / Unsplash

Todo empieza con una llamada. O con un café improvisado tras cerrar una entrega. Alguien con quien te has ido cruzando una y otra vez, en distintas etapas, en proyectos que parecían no tener nada en común pero que, al final, dibujaban una trayectoria compartida. Años de coincidencias, de complicidades acumuladas casi sin planearlo, hasta que un día aparece la propuesta: “tendríamos que montar algo juntos, algo diferente, juntar tu expertise con nuestro equipo, sin las ataduras que hemos tenido hasta ahora”.

Asientes porque ya habéis estado ahí antes. Porque compartís la memoria de noches en vela, de problemas que parecían imposibles y que al final se resolvieron. Porque la confianza no se improvisa.

El entusiasmo inicial es contagioso. Se diseñan presentaciones, se dibujan sinergias, se repiten frases que todos hemos escuchado alguna vez: “esto abre mercado”, “vamos a complementar capacidades”, “la suma es mayor que las partes”. Durante un tiempo, todo parece encajar.

Pero la realidad nunca es tan cinematográfica. Los plazos se alargan, las prioridades cambian, la energía se dispersa. Y sin que nadie lo decida de forma explícita, la aventura se empieza a enfriar. Primero llegan los correos que tardan demasiado en responderse, luego las reuniones que nunca se concretan, después esa sensación de que lo importante ha pasado a otra parte. Hasta que un día lo compruebas: ha pasado más de un año sin noticias.

El silencio se convierte en la única estrategia. No hay comunicado ni portazo, tampoco una conversación de cierre. Solo ausencia. Y en esa falta de palabra está el mensaje más claro de todos: la historia ya no continúa.

Lo curioso es que en el trabajo nos preparan para casi todo, para presentar propuestas, negociar contratos, escalar conflictos... pero nadie nos enseña a gestionar el silencio. En lo personal hablaríamos de falta de cierre emocional. En lo profesional preferimos disfrazarlo con eufemismos: stand by, pipeline abierto, fase exploratoria. Palabras que prolongan la ilusión de que algo sigue vivo, cuando en realidad ya no lo está.

He acabado viendo estos silencios como parte de una cultura no escrita. Decir que un proyecto ya no interesa suena a fracaso, y cuesta admitirlo en voz alta. Resulta más fácil dejar que el tiempo haga el trabajo, que la relación se evapore poco a poco, como esas apps que instalamos con entusiasmo y meses después descubrimos arrinconadas en una carpeta olvidada.

Al final, los proyectos laborales no son tan distintos de las relaciones personales. Hay amistades que empiezan con intensidad y promesas de futuro pero se desvanecen sin un desencuentro claro, solo porque los caminos se separan. Hay vínculos que no se rompen con un conflicto, sino con meses de indiferencia. En el trabajo pasa igual: la falta de palabra es la forma más común de decir adiós.

Lo frustrante es la huella que dejan. No hablamos de una sola aventura, sino de varias etapas recorridas juntos: proyectos que sobrevivieron a crisis, equipos que cambiaron de caras, etapas que parecían finales y que se reabrieron tiempo después. Una relación hecha de reencuentros más que de continuidad lineal. Y, aun así, lo que queda no es un cierre digno, sino un eco: un correo sin responder, una carpeta olvidada, una reunión que ya nunca se agenda.

Quizá estos silencios no sean tanto un abandono deliberado como una manera involuntaria de reconocer que los ciclos se cumplen. No todo lo que empieza está destinado a durar, aunque en la euforia inicial nadie quiera admitirlo. A veces lo más honesto es aceptar que lo que duele no es el final, sino la ausencia de final.

Podríamos hablar de contratos más claros o de revisiones periódicas que obliguen a poner en palabras el estado de la colaboración. Puede que ayuden. Pero no van a evitar la incomodidad del silencio. Lo que falta no es un procedimiento, sino un relato: la explicación de por qué algo prometedor se apagó.

Quizá la única salida sea aprender a leer el silencio como un mensaje más. Si pasa un año sin noticias, la respuesta ya está dada. No hace falta insistir en resucitar lo que se dejó morir por inercia. Y entonces uno se queda con otra idea: la verdadera memoria de los proyectos no son las joint ventures que nunca se consolidaron, sino las experiencias compartidas en los trabajos que sí llegaron a puerto.

Porque, al final, la historia laboral no se mide en logos conjuntos, sino en confianza acumulada. En esas llamadas de última hora, en los parches improvisados que salvaron entregas imposibles. Eso es lo que permanece incluso cuando los partners desaparecen sin despedida.

Lo demás, las promesas infladas, los acuerdos en borrador, los planes a varias bandas, era humo de presentación. Y quizá está bien reconocerlo: en este juego de colaboraciones largas y silencios inesperados, lo único permanente es que, tarde o temprano, el silencio siempre acaba teniendo la última palabra.

Así que levantemos la copa, o la taza de café si es que este texto te ha pillado desayunando, aunque sea en silencio: por todos esos proyectos que se fueron apagando sin aviso, y por todos los castillos en el aire que terminamos construyendo sobre el humo de las presentaciones.