Contactos en pausa
A lo largo de los años vamos llenando la agenda del móvil como quien mete cosas en el cajón de la cocina: clips, pilas gastadas, tarjetas de visita de sitios que cerraron hace años y llaveros que ya no abren nada. Una acumulación de contactos que, en algún momento, tuvieron sentido. O eso creemos. Algunos son fáciles de ubicar —el fontanero, la pediatra, aquel amigo con nombre compuesto al que siempre llamábamos por el apellido—. Otros están ahí como fósiles digitales: nombres sueltos, números sin apellido, algún que otro alias incomprensible que en su día seguramente tenía toda la lógica del mundo y que ahora es un misterio sin solución.
Yo, lo confieso, los miro. No por interés. Ni por nostalgia. Los miro como quien hojea el periódico en la mesa del desayuno: sin esperar grandes titulares, por pura costumbre. Una especie de escaneo visual diario, como si mi dedo tuviera memoria muscular y supiera exactamente dónde ir mientras el café se enfría. Y así me entero —sin querer queriendo— de rupturas, reconciliaciones, mudanzas, nuevos emprendimientos, domingos de brunch y miércoles de bajón. Todo sin levantar una ceja. No hablamos, no nos escribimos, no interactuamos en ningún plano tangible. Pero cada vez que abro WhatsApp, ahí están: con su frase motivacional del día, su selfie en el espejo del gimnasio o la enésima storie con música de fondo y tipografía seleccionada con esmero. Bueno, con esmero o con prisas, pero ahí está.
La cosa es que yo no comparto nada. Nada de nada. Ni foto, ni nombre completo, ni última conexión. En mi WhatsApp aparezco como una simple “R”, acompañado de un estado que más que aviso es declaración de intenciones: “#Fuera de servicio – Puede que no conteste”. Y no es pose. Es simplemente que no me interesa jugar a ese juego. No porque me crea superior, ni porque desprecie el escaparate, sino porque este no es mi sitio para eso. Si tengo algo que contar, lo cuento en otro lugar, a quien toca, como toca... ya nos entendemos.
Y a veces, lo reconozco, también me cansa mirar. También me harta. En algún momento —cuando todo lo digital se vuelve ruido— llega un punto en que todo lo digital se vuelve ruido. Incluso esto. Incluso mirar en silencio.
Me hace gracia, eso sí, la exposición tan entusiasta, tan generosa —tan innecesaria, a veces— que muchos hacen de su vida diaria. Ese impulso de contar cosas que ni sus amigos más cercanos habrían preguntado. Como si entre la cámara frontal y el teclado hubiera una especie de confesionario sin penitencia. Hay algo casi liberador en la efimeridad de los estados: esa sensación de que puedes mostrar sin dejar rastro, como quien habla en voz alta sabiendo que el eco se perderá al poco rato. Publicar lo que se siente sin miedo a quedar expuesto para siempre.
Y al otro lado, nosotros. Los que miramos sin decir nada. Con esa falsa seguridad de quien cree que, al ver de tapadillo, permanece invisible. Como si el hecho de no reaccionar nos convirtiera en fantasmas que no dejan huella. Que igual sí la dejamos, ¿eh? Pero como no pitan las notificaciones, nos creemos a salvo.
Y me pregunto qué quedará de todo eso dentro de unos años. Qué haremos con todos esos contactos que no sabemos quiénes son, con esos nombres que nos resultarán familiares sin saber por qué. Con esos estados que un día vimos y olvidamos al instante.
¿Borraremos? ¿Dejaremos que se acumulen, como cajas cerradas en un trastero digital? ¿Acabaremos asumiendo que lo que compartimos hoy puede terminar siendo un eco desdibujado de quienes fuimos?
¿Habrá algún momento de limpieza, de decir esto ya no me representa, esta gente ya no es mi gente? O simplemente seguiremos, deslizando y mirando, como si no pasara nada.
Yo, de momento, no borro. Ni por apego ni por esperanza. No borro porque me hace gracia el paisaje. Porque en ese desfile de frases copiadas, fotos desenfocadas y efemérides personales también hay algo bonito, incluso sin querer. Un recordatorio de lo humanos que somos. De lo mucho que necesitamos que alguien, aunque sea uno, aunque sea en silencio, nos vea.
Y no, no publico. Pero tampoco hace falta publicar para estar.
Tú también estás, ¿verdad? Viendo. Silencioso. Igual que yo.
Al final, todos jugamos a lo mismo.
Y a veces, entre tanto ruido decorado, aparece algo que sí resuena. Una foto de un lugar donde estuviste, una canción que llevabas años sin oír, una imagen tonta que te hace reír más de lo que debería. Y te alegras. No mucho. Pero lo justo para pensar: menos mal que no lo borré.
Y ahí seguimos. Unos publican. Otros miramos. Y el mundo gira.
Porque tampoco se trata de grandes misterios. No va de nostalgia profunda ni de esperanzas ocultas. Es más sencillo que todo eso. A veces uno guarda contactos por rutina, como guarda ciertos objetos en casa: no ocupan mucho, no molestan, y de vez en cuando hasta te arrancan una sonrisa. O te dan una pista.
No todos los números significan algo. Pero tampoco tienen por qué significar nada para merecer quedarse.
Así que no, no borro. Y no porque espere nada, sino porque, en el fondo, me sigue haciendo gracia estar en la puerta, viendo pasar la vida de puntillas. Sin molestar. Sin ser visto. Pero con sitio reservado en primera fila.
Un sitio donde, de vez en cuando, uno también se permite desconectar. A veces lo más sano es observar sin necesidad de intervenir, sin obligación de estar todo el rato disponibles.
Y si hay que borrar, ya si eso... otro día.