Cómo llevarse bien con uno mismo cuando las promesas no llegan y el mundo va por libre

A veces el mal humor no viene de nada concreto, sino de esa suma mínima de silencios, promesas que no llegan y dudas que uno va guardando en los bolsillos. Al final pesa más lo que no se dice que lo que sí.

Cómo llevarse bien con uno mismo cuando las promesas no llegan y el mundo va por libre
Photo by Nik / Unsplash

Llevo unos días de mala leche discreta. No de esa que hace ruido y se activa los lunes, sino de la otra, la que se cuela sin permiso y se queda a vivir en los pliegues del día. Esa que notas mientras haces café, mientras recoges las migas de la encimera o mientras intentas que tu propio cerebro no discuta contigo antes de que el sol haya terminado de salir. A veces me sorprende la facilidad que tengo para llevarme la contraria incluso medio dormido. El caso es que llevaba varios días con un nudo flojo en el ánimo, uno de esos que no sabes si apretar para que no se suelte o aflojar para respirar mejor.

Después de darle unas cuantas vueltas creo que ya sé de dónde viene. De un cruce de cables entre el viejo síndrome del impostor y algo todavía más puñetero: las promesas sociales que caducan sin avisar.

No hablo solo del trabajo, aunque ahí también pasa. Es cosa de la vida en general. Esas frases tan amables como recurrentes que todos hemos escuchado y dicho alguna vez. El famoso «hay que vernos», el «cuenta conmigo», el «me acuerdo muchísimo de ti». En el momento suenan cálidas, incluso sinceras, pero luego pasa el tiempo y se van diluyendo como si las hubiera dicho otra persona en otro planeta. Pasan semanas, pasan meses y lo único que parece acordarse de ti es el algoritmo de la red social de turno, que al menos tiene el detalle de aparecer puntual. Tú, mientras tanto, te quedas con esa cara de ¿y ahora qué?, sin saber si insistir, dejarlo ir o empezar a cobrar por hacer de agenda humana.

Lo del impostor, paradójicamente, es más manejable. Esa vocecita ya la tengo fichada. Sé precisamente qué tono usa, qué argumentos saca y en qué momentos decide asomarse. Es la voz que te dice que quizá no eres tan interesante como creías, que igual los demás no te llaman porque tampoco les aportas tanto. En fin, esa adolescencia portátil que todos llevamos dentro y que aparece cuando el mundo guarda un silencio un poco más largo de lo normal.

Pero justo cuando empiezo a pensar que todo esto son exageraciones mías aparece lo otro. Ese ninguneo simpático que no va a malas pero que deja marca. Esa manera de estar presentes en la mente de la gente pero ausentes en su vida práctica. Gente que te aprecia de verdad, o eso dicen, pero que vive en una dimensión paralela donde los mensajes se piensan y no se envían. Donde las ganas existen, pero las llamadas… bueno, esas ya tal.

Y claro, uno intenta no dramatizar. No montar películas a las ocho de la mañana mientras desayunas. No convertir lo anecdótico en un drama griego. Pero llega un punto en el que te preguntas si el problema lo tienes tú o lo tiene el planeta entero. Dudas de si estás esperando demasiado o si simplemente llevas un tiempo recibiendo señales incompatibles. El «me importas» por un lado y el «ya si eso quedamos otro día» por el otro.

Lo más irónico de todo esto es que no hay culpables. Nadie lo hace para molestar. Todos tenemos buena intención y mala logística. Yo mismo he sido ese amigo que tiene que llamar y nunca llama, aunque luego vaya diciendo por ahí que se acuerda un montón. Un clásico de toda la vida. El problema es que cuando te toca a ti recibir la parte silenciosa, algo se mueve dentro y no siempre en la dirección correcta. No duele, pero rasca.

Total, que estos días estoy así. En esa zona intermedia entre la certeza de que valgo lo que valgo, sin fuegos artificiales pero con fundamento, y la sospecha de que el mundo funciona con menos coherencia de la que a uno le gustaría. Porque la coherencia se quiebra en tonterías, en mensajes prometidos que no llegan, en planes que no se concretan, en conversaciones que se quedan en borradores emocionales. Pequeñas erosiones que no duelen de golpe, pero que con el tiempo desgastan.

La parte buena es que escribirlo ya me está quitando peso de encima. Poner palabras es como hacer una limpieza profunda. Te obliga a separar lo que es tuyo de lo que es de los demás. Y descubro que lo que me tenía enfadado no era la gente, ni sus agendas, ni sus olvidos. Era esa sensación de vivir en tierra de nadie, atrapado entre la duda interna y la inconsistencia externa. Dos corrientes que te menean, pero que una vez identificadas ya no marean tanto.

Sigo de mal humor, sí, pero ahora es un mal humor con nombre y apellidos. De esos que sabes que se acaban pasando aunque ahora ocupen más espacio del necesario. Como cuando llueve dos días seguidos y no sabes si el problema es el cielo o eres tú, pero te pones la capucha y sigues caminando porque no queda otra opción razonable.

Al final, la única llamada segura es la que te haces tú mismo. Esa no depende de agendas ajenas ni de algoritmos despistados. Depende únicamente de querer escucharte. Mientras eso funcione, todo lo demás se puede recomponer. Aunque sea despacio. Aunque sea torcido. Aunque cueste.