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Tres, dos, uno... ¿una cuenta atrás o un número que pesa como una tonelada?
Son las ocho y media pasadas. El tráfico es el mismo de siempre, la misma sucesión de semáforos y pasos de peatones que se han convertido en una coreografía rutinaria. La radio murmura de fondo, pero no escucho realmente. Mente en piloto automático, como cada mañana.
Dejas a las niñas en el colegio. Un beso rápido, un "que tengáis un buen día" y la puerta del coche se cierra. Un instante de silencio antes de que el mundo vuelva a llenarse de ruido. Sacas el móvil del bolsillo sin pensar, un gesto aprendido, mecánico. Miras la pantalla sin verla y justo cuando estás a punto de guardarlo, algo te hace detenerte. Una secuencia de números. 3 2 1.
Tu primer pensamiento es una cuenta atrás. ¿Preparados? ¿Listos? ¡YA! Una reacción infantil, un eco de otra época. Pero en cuanto el "¡ya!" resuena en tu cabeza, te das cuenta de que los números no están separados, forman una cifra, una que conoces demasiado bien. Una que se ha convertido en un peso constante sobre tus hombros: trescientos veintiún días desde aquella mañana en la que todo cambió.
Trescientos veintiún días desde que tu vida se paró en seco. Trescientos veintiún días desde que aprendiste, a la fuerza, que el tiempo no se mide en minutos ni en horas, sino en avances minúsculos, en revisiones médicas, en pruebas, en esperas interminables. Y sin embargo, sabes que eres afortunado. Porque de todos los escenarios posibles, te tocó el menos doloroso. Pero que sea el menos doloroso no quiere decir que no duela. Duele. Pesa. Pesa tanto como la incertidumbre que sigue ahí, implacable: ¿cuánto va a durar esto? ¿Cuándo podremos volver a tener una vida normal?
Y lo peor no es solo la incertidumbre, sino la sensación de vacío. Casi un año en el que sientes que no has hecho nada con tu vida, que no has avanzado, que te has quedado suspendido en el tiempo como una pompa de jabón se queda suspendida antes de explotar. Un año en el que todo lo que construiste parece haberse detenido y tú, atrapado en esa burbuja invisible, solo puedes observar cómo los demás siguen adelante mientras tú sigues en el mismo punto.
Lo único que sabes con certeza es lo que te dicen los médicos en cada revisión y lo que sientes cada noche cuando el cansancio te vence antes de que puedas siquiera plantearte si has avanzado algo o si simplemente has sobrevivido a otro día igual al de ayer, al de anteayer y al de mañana. Porque en esta carrera no hay una línea de meta clara, no hay un "¡ya!" que marque el final y te permita parar, tomar aire y sentir que lo has conseguido.
Pero sigues. Un día más. Otro después de ese. Y otro. Porque aunque pesa, aunque duele, aunque a veces parece que todo es un eterno punto muerto, sigues adelante.
Mientras tanto, desde fuera, todo parece diferente. La pregunta, bienintencionada, es siempre la misma: "¿Cómo vas?" "¿Cómo estás?" Y la respuesta también: "Estoy divino, maravilloso, inmejorable, la duda ofende 😉". Sonríes con una mueca que parece una sonrisa y que, a fuerza de practicar, has hecho tuya. No te quejas, ¿para qué? El dolor y la carga son tuyos, nadie puede aliviarlos.
Así que haces lo único que puedes hacer: obedecer a los médicos, hacer tus ejercicios y seguir adelante. Porque en eso, y solo en eso, se ha transformado tu vida. Y al final del día, te repites a ti mismo el único mantra que parece tener sentido: "Haz lo que puedas, con lo que tengas, donde estés". Con eso, otro día más acaba y se suma a la cuenta.