Reflexiones sobre lo roto
Si algo puede romperse...
…lo hará. Y no porque el universo tenga nada personal contra ti —aunque no descartemos del todo esa opción—, sino porque las cosas tienen esa manía tan suya de romperse cuando más molesta. Como si esperaran a que bajes la guardia. Las cosas se rompen, y lo hacen con la precisión de un francotirador que ha hecho prácticas en tu agenda emocional. Nada de fallos suaves. Aquí se estropea con estilo, con saña y con efecto dominó.
La primera reacción, claro, es el estupor. Te quedas mirando el caos como si fuera a deshacerse solo, esperando ese milagro digital que nunca llega. Luego, cuando aceptas que nadie va a venir a salvarte, llega la fase dos: esa mezcla entre resignación y curiosidad, esa voz interior que susurra: "igual, con suerte, esto tiene arreglo". Y ahí empieza el verdadero entretenimiento. O el castigo. O esa mezcla extraña que convierte una tarde cualquiera en una batalla con teclado y linterna, entre comandos que suenan a conjuro y ventanas que no deberían haberse cerrado solas.
Porque arreglar cosas no es solo cuestión de técnica. Es una combinación extraña de terquedad, búsquedas en foros sospechosos, prueba y error (más error que prueba) y ese puntito de inconsciencia que te empuja a probar cosas que no entiendes del todo. A veces aciertas. A veces aprendes. Otras, simplemente sobrevives con algo que funciona aunque ya no sepas por qué. Y ojo, que ese “funciona” siempre lleva asterisco, notas al pie y alguna promesa de no tocar más… hasta la siguiente vez.
Últimamente, he tenido mi buena dosis de aventuras en este terreno. Y no hablo solo de mi meseta tibial, que también decidió romperse por su cuenta y riesgo. Esa historia la dejamos para otro día, con vino. Y radiografías ampliadas.
Primero fue la impresora 3D, que decidió hacerse artista conceptual fusionando PETg y extrusor en una única entidad indivisible. Una instalación escultórica digna de exposición, pero no precisamente útil. Aquello no había manera de desmontarlo salvo a base de martillazos. Literalmente. Cuando por fin lo conseguí y puse un cabezal nuevo, me premió con una impresión perfecta… seguida de otra llena de dramas técnicos. Ya voy por la tercera boquilla. Y como imprime, no me quejo. Bueno, sí me quejo, pero desde el alivio. Y con la caja de herramientas a mano.
Después vino mi "Instagram" particular, una instancia de Pixelfed autohospedada en idar.us, que tras una actualización aparentemente inocente, entró en huelga silenciosa: desaparecieron las imágenes, los contenedores se vinieron abajo y las carpetas compartidas del servidor decidieron dejar de existir. Fue como si todo dijera a la vez: "hasta aquí hemos llegado". El caos tenía ritmo, y además venía bien sincronizado. ¿La solución? Ejecutar un comando en la carpeta de arriba. Ya ves tú. Pero claro, llegar a ese punto me llevó casi dos meses. Dos meses de búsquedas, pruebas, lecturas esotéricas y tutoriales con más publicidad que contenido útil. Para acabar lanzando una línea de texto que parecía una broma. Como encontrar las llaves en la nevera. Pero en digital. Y con logs, errores 500 y Samba de fondo.
Y pensar que todo esto gira alrededor de un servidor doméstico, una torre que parece discreta desde fuera, pero que por dentro… madre mía. Ahí conviven contenedores que almacenan medios, gestionan copias de seguridad, sincronizan calendarios, centralizan notas (porque una no basta), controlan cámaras de seguridad, archivan documentos antiguos, organizan fotos familiares, y sí, hasta tienen tareas periódicas para recordar que todo esto no se va a mantener solo. Y por si fuera poco, hay contenedores que supervisan a otros contenedores, como si esto fuera un microcosmos de jerarquías invisibles. Un ecosistema doméstico que se mantiene, más que por ciencia, por empeño, fe, y una tolerancia al caos que ya debería cotizar en bolsa.
A veces pienso que esto no lo monto por necesidad, sino por orgullo. Porque hay algo raro y reconfortante en saber que todo ese pequeño universo digital lo has levantado tú. Que cada fallo que se corrige deja una cicatriz que te ayuda a no repetirlo (aunque a veces lo repitas igual, pero con más estilo). Y que en el fondo, bajo la frustración y los reinicios, hay un punto de satisfacción absurda cuando todo vuelve a responder. Aunque sea por un rato. Aunque sea a medias.
También está ese momento místico en el que algo simplemente funciona. Sin saber cómo. Sin haber tocado nada (o eso dices). Y aunque el sentido común debería invitarte a no preguntar, lo haces. Investigas. Hasta que descubres que simplemente no entendías cómo estaba montado. Y esa ignorancia convertida en certeza te da una pequeña victoria. Momentánea, sí. Pero tuya.
¿Y sabéis qué? Me gusta. Porque cada vez que algo se rompe —y creedme, esto suele pasar— descubro que aún tengo recursos para recomponerlo. O para entenderlo un poco mejor. O, como mínimo, para no entrar en pánico (tan rápido). No es que aprendas a evitar los fallos. Aprendes a acompañarlos mejor. A vivir con ellos. A diagnosticar con intuición, tecleo y un poco de superstición.
Así que sí: si algo puede romperse, lo hará. Pero con algo de tiempo, maña y una pizca de cabezonería, a veces también se puede recomponer. Y si no se puede, al menos podrás escribir sobre ello. Y sacarle punta. Y prometerte que, la próxima vez, harás copias de seguridad antes.
Porque no es solo que todo vuelva a funcionar. Es que tú también te reconstruyes un poco en el proceso. Con cada error que resuelves, con cada cosa que logras hacer funcionar por cuarta vez… te haces un poco más resistente. Más irónico. Más tú. Y sí, más propenso a hablar con máquinas como si fueran personas. O peores.
Aunque sea a martillazos. 😉