Los que no fallan
Leí hace unos días un post de Álex Dantart que no se me quita de la cabeza. Puedes leerlo aquí, y si alguna vez has trabajado en equipo —con gente, con plazos, con incertidumbre— probablemente te vas a ver reflejado. No tanto por lo que dice, que es simple, sino por lo que insinúa: que llevamos décadas sobrevalorando lo visible, lo cuantificable, lo espectacular.
El texto es breve, pero afilado: durante años pensó que lo más valioso de una persona en el trabajo era su conocimiento. Luego la experiencia. Después, la creatividad. Hasta que lo vio claro: lo más importante es la fiabilidad. No el que más sabe, sino el que no desaparece. El que responde. Que avisa si no llega. Que no se desvanece cuando se complica. Que permanece. Incluso cuando no hay elogios, cuando nadie mira, cuando el mérito se lo lleva otro.
Y cuanto más lo pienso, más verdad le veo. Porque estamos rodeados de gente brillante que brilla de forma intermitente. Que deslumbra en la tormenta, pero se evapora en la calma. Que propone mil cosas, pero no cierra ninguna. Que se apunta a todos los charcos, pero no se moja en ninguno. Gente que parece imprescindible durante un rato y después desaparece sin dejar rastro.
Vivimos en la cultura del efecto WOW. Todo tiene que impactar, sorprender, dejar sin palabras. Como si el valor de las cosas se midiera en la reacción inmediata que provocan, no en lo que resisten con el tiempo. Se premia lo llamativo, lo que sube el pulso, lo que puede viralizarse en diez segundos. Y claro, en ese paisaje, la fiabilidad no destaca. No hace ruido. No tiene efecto especial. Pero es lo que sostiene el decorado cuando se apagan las luces. El efecto WOW es efímero; lo constante, en cambio, es lo que te sostiene cuando ya nadie aplaude.
Y aunque lo sabemos, volvemos a caer. Porque es fácil ilusionarse con ellos, lo difícil es construir algo duradero.
En los proyectos que salen bien siempre hay alguien confiable sosteniéndolo todo. Alguien que no necesita figurar. Que no espera medalla. Que hace su parte porque hay que hacerla. Que si no llega, lo dice. Que si se equivoca, lo corrige, que no hace de cada acción un espectáculo. Alguien que asume su parte, sin delegar el marrón en nadie.
Pensemos en un equipo de remo: no gana quien grita más fuerte, ni quien rema con más estilo. Gana quien rema acompasado, sin romper ritmo, sin mirar a los lados. Sobre todo, gana el equipo en el que todos reman. No hay héroes individuales. No hay margen para egos. Si uno se descoordina, si uno se frena, el avance se resiente. Porque lo que cuenta no es el brillo de un solo brazo, sino la constancia colectiva, el pulso compartido, la presencia constante de quienes no fallan aunque nadie los vea.
No es algo que se vea en las presentaciones. Nadie dice "mi gran fortaleza es que no desaparezco". Pero ojalá lo dijeran. Porque el problema no es la falta de ideas, es la falta de constancia. Los que se esfuman. Que sólo responden si les conviene. Que están solo si tienen el estado de ánimo adecuado. Como si el compromiso fuera una cuestión emocional y no una forma de respeto mutuo.
Y no hablo solo de lo laboral. Esta idea de fiabilidad —de cumplir, de sostener, de acompañar— vale igual en lo personal. Piensa en tus amistades. ¿Cuántos aparecen solo cuando hay plan? ¿Cuántos te acompañan sin que se lo pidas? ¿Cuántos te hacen sentir que pedir algo no es una molestia? ¿Cuántos no convierten su ausencia en un misterio pendiente de explicación?
También he sido yo el que no estaba. El que ponía excusas. El que no sostuvo. El que llegó tarde o se fue antes. Lo reconozco. Y por eso intento ser otro tipo de persona. El que si no puede, lo avisa. El que no huye cuando la conversación se incomoda o no hay nada emocionante que contar. No por virtud, sino por convicción.
No se trata de ser perfecto. Se trata de ser estable. Coherente. De cumplir lo que dices. De no soltarlo a la primera. De no dejar a otros recogiendo tus restos. De no crear vínculos desequilibrados, donde siempre otro lleva el peso. Porque lo fiable no es espectacular. Es justo.
El talento impresiona, sí. Pero la fiabilidad te mantiene cerca.
En el trabajo. En la amistad. En lo que importa. Porque lo que realmente sostiene las cosas no es lo que impacta un instante, sino lo que resiste en silencio cuando todo lo demás se ha ido.
Y si no estás cuando hay que estar, no estás.
Aunque te excuses. Aunque lo disfraces. Aunque creas que nadie lo nota.
Porque lo que se cae cuando tú fallas, a veces no se vuelve a levantar.
Y eso no se arregla con discursos. Ni con disculpas. Ni con presencias puntuales cuando conviene.
Se arregla —cuando se puede— estando. Sin adornos. Pero estando.
Ahí, en lo callado, es donde a veces empieza lo importante.