Disponibles 24/7, ausentes siempre
Hubo un tiempo —ni tan remoto ni tan glorioso— en que el teléfono era el rey de la comunicación profesional. Un instrumento sencillo, previsible, que sonaba en la mesa de la oficina y que, salvo excepciones, no atravesaba la puerta de casa.
Ahora, si no tienes el móvil pegado a la mano las 24 horas del día, casi que mejor te das de baja del mundo.
La invasión de WhatsApp en el trabajo no fue una estrategia pensada. Fue otra de esas conquistas silenciosas que aceptamos sin resistirnos demasiado. Primero llegaron los grupos para organizar cenas de empresa. Luego los de "comunicación rápida". Después los de "urgencias puntuales" (que, casualmente, resultan ser diarias). Y cuando quisimos darnos cuenta, ya era perfectamente normal que alguien te mandara un mensaje el sábado a las once de la noche pidiendo un informe "si no te viene mal".
(Siempre viene mal, pero hemos aprendido a contestar como si no.)
El teléfono, mientras tanto, se ha convertido en una herramienta de guerra fría. Llamar sin avisar antes por WhatsApp es hoy casi una declaración hostil. Y si consigues hablar con alguien, lo normal es que te despachen rápido, como si sostener una conversación se hubiese vuelto un gesto de otro siglo, de otra civilización extinguida.
El correo electrónico, ese supuesto santuario de la comunicación pensada, también se ha degradado. En un mundo ideal, el mail te daba tiempo para pensar, para escribir, para responder con criterio. Hoy, si no contestas en media hora, prepárate para el segundo asalto: reenvío, WhatsApp, llamada o, directamente, aparición en tu despacho (virtual o real). Cada canal abre una nueva puerta a la urgencia.
Porque ese es otro de los grandes "avances" de nuestro tiempo: la omnicanalidad.
No solo te buscan por correo o teléfono. También por WhatsApp, por Slack, por LinkedIn, por Teams, por Telegram, por Instagram, por donde se tercie. Eres una diana móvil a la que disparan mensajes desde todos los ángulos posibles. Y si no respondes en uno, no pasa nada: te localizan en otro.
No hay escapatoria elegante. No hay frontera visible. No hay zonas de sombra.
Y mientras tanto, nuestro querido cerebro sigue jugando su partida química. Cada vez que suena una notificación, segregamos un poquito de dopamina, esa misma molécula que nos da la sensación fugaz de recompensa, de atención, de importancia.
Así que ahí estamos: como perros de Pavlov, con el móvil vibrando en la mano, saltando de aplicación en aplicación, convencidos de que esta vez sí, esta vez será algo importante...
La mayoría de las veces, no lo es.
Nunca lo es.
La verdadera tragedia no es la hiperconexión. Es la incapacidad creciente para estar desconectados sin sentirnos culpables.
Porque en algún rincón de nuestra mente se ha instalado la idea absurda de que estar disponible todo el tiempo es sinónimo de ser eficientes, de ser valiosos, de ser buenos profesionales.
No lo somos.
Solo somos más rápidos. Más reactivos. Más accesibles.
Y, en el fondo, más agotados, más irritables y, en no pocas ocasiones, más profundamente infelices.
El 28 de abril fue un ensayo general sin actores
Y si alguien todavía pensaba que todo esto que contábamos era una exageración...
El 28 de abril de 2025, la Península Ibérica vivió un apagón eléctrico de gran escala.
Un Cero eléctrico real que dejó sin suministro a millones de personas durante horas, afectando tanto a la red eléctrica como a las infraestructuras de comunicación.
Las coberturas móviles comenzaron a fallar conforme las antenas agotaban sus sistemas de respaldo.
Las centrales de fibra de las operadoras, incapaces de mantenerse activas, fueron cayendo progresivamente y retomando su actividad conforme se recobraba la energía.
En ese escenario, solo aquellos que contaban con generadores, baterías alternativas o sistemas de energía distribuidos pudieron mantener sus dispositivos encendidos durante un tiempo.
Pero sin red, sin centrales operativas, toda la infraestructura digital dejó de tener sentido.
Los SAIs, diseñados para cortes breves, demostraron su insuficiencia ante una interrupción tan prolongada.
Las comunicaciones profesionales, dependientes de la omnicanalidad digital, quedaron bloqueadas.
Los canales rápidos, las aplicaciones de mensajería, los correos electrónicos… todo desapareció en cuestión de minutos.
La hiperconexión no es invulnerable.
Depende de la energía, de los cables, de los nodos, de las antenas, de la infraestructura física que no vemos… hasta que se apaga.
Y cuando todo eso desaparece, da igual cuántas aplicaciones tengas abiertas, cuántas notificaciones esperes o cuántas prisas tengas:
Simplemente, no hay nadie al otro lado.
El 28 de abril de 2025 no solo se fue la luz.
Se fue, por unas horas, la ilusión de que siempre estaremos conectados.
Si ha llegado hasta aquí, enhorabuena: sigue teniendo luz.
(De momento.)