Cuando nacer es una decisión (o casi)

Hace justo un año que volví a nacer. No en sentido figurado. No de esos nacimientos espirituales con incienso de fondo. No. Digo nacer como quien vuelve a ponerse en pie cuando ya había aceptado el suelo.

Porque tras una furgoneta cruzándose donde no debía y mi cuerpo haciendo lo que pudo, me tocó eso: volver a empezar. Y en este aniversario raro, entre cicatrices, rutinas de hospital y alguna que otra broma privada, me da por pensar en lo que significa "nacer".

"Se me va a cruzar" fue lo último que pensé antes del impacto. Luego el vuelo. El suelo. Y el tiempo suspendido. Todo fue chequeo automático: ¿hay sangre? No. ¿Puedo mover los dedos? Sí. Duele, sí, pero pienso. Estoy dentro. No hubo miedo, solo una especie de lucidez seca, sin drama, sin épica. Como si todo estuviera ya decidido y yo solo tuviera que asistir a la función.

El cuerpo estaba roto. El dolor, presente. Pero el humor, aunque nervioso, seguía funcionando. Como si, en medio del caos, algo en mí decidiera que aún no tocaba rendirse. Lo justo para que no se diga.

No estaba enfadado. ¿Para qué? Nada iba a cambiar lo que acababa de pasar. Solo quedaba afrontarlo. Y dar gracias. Porque podía contarlo. Porque estaba vivo. Porque incluso en eso, abril —ese mes traicionero del que nunca me he fiado— iba a tener que emplearse más a fondo si quería acabar conmigo. Lleva años intentándolo y mira, aquí seguimos.

Porque nacer no es lo mismo que venir al mundo.
Yo vine al mundo el 6 de junio de 1978. Me trajeron. Como a todos. Sin pedirlo, sin elegir, sin apenas tiempo para entender nada. Fue un nacimiento biológico, inevitable. El de fábrica.

Y no es por quitarle valor, pero seamos sinceros: tampoco hicimos gran cosa. Alguien empujó, alguien tiró, te limpiaron un poco y te apuntaron en el registro. Nacer así tiene mérito, pero el esfuerzo es compartido. Y tú, el recién nacido, lo único que aportas es cara de susto y un llanto estandarizado. Nacer, sí, pero con asistencia técnica.

No fue poético. Fue quirúrgico. Una entrada forzada en una nueva etapa, sin rituales. Nací porque no quedaba otra. Porque el cuerpo no respondía, pero la vida, cabezona, seguía tirando. Y a esa fuerza no se le discute, solo se le acompaña. A regañadientes, si hace falta.

Esa es la diferencia: venir al mundo es un trámite involuntario, un pasaje común. Nacer, en cambio, es cuando la vida te sacude tanto que te obliga a recomponerte desde cero. Con menos certezas, más cicatrices y una versión de ti mismo que no venía en el catálogo original.

Me reinstalaron. Me abrieron, me reordenaron y me devolvieron al mundo con tornillos, placas y una promesa poco inspiradora: "Esto llevará su tiempo". Y lo está llevando. Como todo lo bueno y los trámites en la administración.

Ese 9 de abril no me parieron. Me reconstruyeron. Y de alguna forma oscura, desordenada, también me parí yo solo. A martillazos.

Hoy no vengo a dar lecciones. Solo a dejar constancia. De que nacer no siempre ocurre en paritorios. A veces pasa en la cama de un hospital. En una silla de ruedas. En una ducha con miedo. En una escalera que logras subir sin ayuda. Nacer, en estos casos, no es empezar de cero: es seguir desde donde estabas, pero distinto. A trompicones, pero seguir.

Han pasado 365 días. Y en medio, más obstáculos de los que habría querido: meses sin moverme del sillón, intentos de rehabilitación interrumpidos, visitas al hospital, complicaciones que no figuran en ningún plan. Todo cuesta más de lo que parece desde fuera. Y desde dentro, también.

Ahora, en el tramo más largo de rehabilitación hasta la fecha, la pierna sigue siendo zona delicada, intocable por ahora. Pero ando. No por entusiasmo, sino porque quedarme quieto sería peor. Y porque tengo más miedo al sofá que al dolor.

Cada día en rehabilitación me recuerda que soy un afortunado. Allí veo el dolor verdadero, la impotencia más cruda. Yo, en comparación, estoy bien. Hago lo que toca, cumplo con lo que me marcan. Camino, practico los equilibrios, salgo al patio, completo el circuito. Luego, si puedo, al gimnasio. A seguir moviéndome. Porque es lo único que puedo hacer. Y mientras me mueva, sigo estando. No es milagro, pero casi.

Durante todo este tiempo, siempre que alguien me preguntaba cómo estaba, respondía lo mismo: estupendo, maravilloso, la duda ofende. Aunque por dentro pensara otra cosa. No era por fingir, era por economía emocional: contar la verdad no solucionaba nada y solo me dejaba más agotado.

Porque cuando cada día te preguntan desconocidos cómo estás —aunque sea con toda la buena intención del mundo—, llega un momento en que cualquier respuesta desgasta. Y a veces, más que contestar, lo que te pide el cuerpo es gritar. Aunque solo sea por variar.

Desde fuera doy el pego. Camino, me muevo, hago vida. Pero la pierna sigue protestando: la meseta tibial no perdona, y la media de compresión me acompaña todo el día para que el trombo no decida sorprenderme con un destino final. Al final del día duele. Siempre. Aunque nadie lo note. Y eso es lo peor: que parece que estoy bien. Así que sigo con el papel, como si nada. Porque si no lo hago yo, ¿quién?

Y mientras todo esto pasa, la vida no se detiene. La gente sigue con lo suyo, se aleja sin querer —o tal vez queriendo—, y yo arrastro el peso de lo que no puedo hacer, de lo que otros han tenido que asumir por mí. Me cuesta no sentirme una carga.

También me cuesta no saber cuándo acabará esto. Si acabará. Si volveré a lo de antes. O si, en el fondo, quiero volver. Hay días en los que desaparecer y empezar de cero, en algún sitio donde nadie me conozca, suena casi a alivio. Aunque sea por no dar más explicaciones.

Y a pesar de todo, aquí estoy. Ensamblado. Con piezas que no eran mías y dolores que ya tienen nombre propio. Caminando con más voluntad que estilo. Funcionando, aunque a ratos se me olvide cómo. Dando guerra.
No porque quiera, sino porque no me han echado todavía.
Que no es poco.
Pero tampoco es gratis.